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CAPITULO I

Lorenzo de Huelva, esperó pacientemente su turno bajo un sol castigador de medio día, avanzaba lentamente en disciplinada fila a lo que era o parecía la oficina de registro de inmigración. Detrás un gran mesón de madera, un hombre gordo y bigotudo de piel morena, golpeaba los papeles con gran efusión dejando estampado en ellos el sello que les permitía a los hombres radicarse en la ciudad.
A finales del siglo dieciocho la inmigración se ponía de moda en la Araucanía al sur de Chile del continente suramericano. Los hombres de aspecto pordiosero se dirigían a diferentes lugares de la provincia; desaseados, pálidos, la extenuación pintada en el rostro, llevaban consigo como única pertenencia su entusiasmo, su herencia mediterránea, y la curiosidad de estar en un continente nuevo.
Por entonces en Europa la idea de un continente despoblado y necesitado de nuevos inmigrantes se extendía como una gran mancha de aceite..., la oportunidad era única.
Todos los mitos del viejo mundo renacían en uno nuevo, poco a poco se fue adaptando en los sueños y en las fantasías de los recientes viajeros, y cuando sus cuerpos descansaron sobre la tierra cálida y bondadosa de la Araucanía, una firme intención de quedarse y extenderse cristalizó en ellos de inmediato.
Pasada la primera impresión, el paso del tiempo les dio a conocer la verdadera realidad de aquellas tierras, el sufrimiento de su gente y la ignominia colonial. Eran conscientes que en el futuro sufrirían constantes cambios.
Estaban frente a una cultura sólidamente establecida en el tiempo y territorio, en un espacio totalmente desconocido para ellos.
Los primeros tiempos fueron difíciles para el inmigrante, aunque poco a poco se iban acostumbrando a la nueva situación, vivieron para sí mismos aislados del resto de la gente, cada vez ganando espacio, trabajando duramente de sol a sol, surcando día a día las tierras vírgenes, limpiando los terrenos peñascosos, nutriendo la tierra con abonos de animales, preparándola para arrancarle después sus frutos, y así pasaron algunos años hasta que la tierra terminó por adoptarlos y formarlos. Cuando terminó, ellos presentaban una nueva personalidad, eran cortantes e irónicos, desconfiados, solitarios y melancólicos, pero ante todo, ferozmente independientes. Lo que aprendieron con los años fue mucho, lo que transmitieron, incalculable. Aunque nada sabían de indios, los indios algo sabían de los inmigrantes.
Con el tiempo todos se mezclaron españoles e indios, y a medida que juntos iban tomando conciencia de la magnitud y el tamaño, habían dado vida a la ciudad más hermosa del sur de Chile.
Muy pronto la ciudad fue habitada por cientos de funcionarios extranjeros, que venían de todas partes, trabajadores manuales o gente de distintos oficios los cuales se dispersaron por todo el territorio.
Poco a poco la ciudad se fue transformando en un gran centro de actividades tanto sociales como comerciales y financieras.
En torno al gran parque del centro de la ciudad, se edificaban amplios edificios, grandes y confortables casas incorporándoles modelos europeos, conjugando elementos y materiales de que disponían, alrededor de ellos, se levantaban las nuevas viviendas dando paso a la creación de barrios donde vivirían los más privilegiados. El rápido crecimiento económico dio paso a la creación del verdadero arte de la albañilería. La Iglesia, el banco, el Salón Dorado, las tiendas repletas de infinidades de mercancías y los mercados vianderos, formaban un entorno de bullicio, el ir y venir de la gente.
Más tarde resultó paradójico comprobar que mientras el desarrollo de la ciudad avanzaba vertiginosamente, crecía también el número de nuevos ricos en la zona, todo se hacía posible gracias a la cuantiosa mano de obra gratuita de que disponían de parte de indios y criollos del lugar.
Nace entonces, una burguesía terrateniente, la cual se transformó, más tarde, en una legión de parásitos intrigantes, discriminadores y radicales. El conocimiento objetivo de la provincia y la representación política de sus habitantes se fue alejando cada vez más de la realidad. No pudieron evitar, que tanto soldados, campesinos y aventureros se unieran a las hijas de la Araucanía y la ciudad fue poco a poco cubriéndose de mestizos.
La noticia de mezclas de sangre había atraído las miradas hacia los recién nacidos, dejando bien claro que eran seres diferentes. La historia demostró más tarde que tanto mestizos como indios, juntos, fueron el molde que cristalizó el ánimo de libertad en suelo americano, el murmullo que llamaba a la emancipación se colaba en los cobertizos, en los espacios abiertos o en la penumbra vegetal.
Ellos dieron origen al pensamiento americano que se deslizaba por todos los rincones del país como una gran cinta de combustible para desembocar por el único camino posible. La Araucanía era como una hoja en blanco donde escribir los más atrevidos ensayos sobre el comportamiento del hombre, sus aciertos y errores, dando paso a los más ilustres escritores y poetas que cantaron en favor de la libertad.
Habían pasado muchas décadas desde que fraile Montecinos, había advertido el infierno eterno que les esperaba a los colonos si insistían en olvidar que los indígenas eran también seres humanos.
Lorenzo de Huelva desde muy lejos, había escuchado los signos que delataban la nueva civilización en América. En momentos terribles, en que España se derrumbaba ante la embestida napoleónica, se atrevió como muchos a cruzar el atlántico en un barco repleto de hombres y mujeres con el mismo fin, en dirección hacia una aventura continental. Y aunque en ese entonces Chile había proclamado la libertad, la igualdad y los derechos del hombre, la unión de la iglesia y el Estado daban origen a conflictos de ambos poderes, sin admitir tregua. Unas veces por salvar la vida y otras el alma.
El carácter afable y amistoso de Lorenzo de Huelva hizo que su integración al nuevo lugar se desarrollara en una armonía absoluta. Su primera impresión, al ver por primera vez las tierras que había comprado con dinero prestado del Estado chileno, fue creer que allí todo era perfecto, era muy poco lo que había que hacer.
Se acercó a los reductos indígenas más alejados, donde la población araucana había sido forzada a vivir, en aquellos lugares fríos e inhóspitos, de tierra calcinada y pedregosa donde nada crecía, llegó hasta allí en busca de mano de obra para poder comenzar su aventura. Con la ayuda de aquellos hombres logró levantar la casa en medio del valle, cerca de la ribera del río, espaciosa y confortable.
Lorenzo era hombre distinto a los demás extranjeros, no se consideraba un colono sino un simple inmigrante, no renegó jamás de los consejos y sabiduría de los campesinos, indígenas, nadie mejor que ellos conocían esas tierras donde siempre habían vivido, sabían el momento preciso de sembrar la semilla adecuada para comenzar arañar la tierra aprovechando los factores determinantes del clima y su temperatura. Nada desechó, todo lo que había en su entorno le indicaba el espacio que debían ocupar. Las manadas de caballos salvajes y bovino que vivían a sus anchas se desplazaban libremente por los campos sin dueño. Los animales que permanecían entre el pasto seco, o en los verdes bosques, poco a poco fueron capturados con facilidad por los hombres de Lorenzo, luego de agruparlos en los corrales, los domesticaron con paciencia para el trabajo en el laboro
de la tierra. Tuvo que pasar muchos años para que las grandes extensiones de terrenos, inalcanzable a la mirada humana, se llenasen de mieces y sol, de maíz y trigo verde, logrando, poco a poco la transformación inevitable de la fisonomía del paisaje.