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(fragmento del libro)



En un luminoso día de primavera a fines del siglo XIX, Julie se encontraba en medio del hermoso parque de su castillo, observando cómo retiraban la puerta del jardín escondido tras el muro y la tupida enredadera de hiedra. Sobre esa enredadera pensaba poner una de rosas rojas silvestres, haciendo un arco con ellas en el lugar en que se encontraba la entrada.
Adoraba ese jardín salvaje, pues le dio la felicidad que tanto anhelaba. Se fue caminando por el césped entre las enormes encinas, recordando todo lo sucedido en su novelesca vida; se sentó en un banco, frente a la laguna de cisnes de cuello negro, que nadaban felices con sus nuevas crías. Como era primavera todo florecía,
también sus pensamientos; cerró los ojos y recordó:
Era muy pequeña, estaba en otro país, EEUU, más precisamente en Nueva York. Muy temprano en la mañana, su niñera la vestía apresuradamente, mientras caían lágrimas de sus ojos, se llamaba Helen.
-No quiero levantarme dijo Julie, es muy temprano
¿por qué lloras?
Helen, que era una joven alta, robusta, de rostro bondadoso, una criatura que no tenía a nadie en el mundo, solo a esta familia que la había acogido, después de sacarla de un Orfanato, pensó que debía decirle la verdad a la niña de cinco años.
-Tus papás no llegarán más mi amor, se fueron al cielo mientras navegaban de vuelta al hogar.
-Entonces no nos quieren ¿Por eso lloras, verdad?, porque no nos quieren, por eso no volverán.
-No mi niña, no es así.
Helen debió explicar que hubo una tormenta que hizo zozobrar el navío, muriendo todos los tripulantes y pasajeros.
Julie no lloró, porque la mayor parte de su tiempo la pasaba con Helen y ella estaba ahí atendiéndola como siempre. Sus padres viajaban mucho a Inglaterra pues tenían negocios allá. Su madre era una mujer muy liberal, más esposa que madre, prefería acompañar a su marido, a quedarse en el hogar.
Hicieron un largo viaje, debieron navegar a Inglaterra hasta el puerto de Londres y luego recorrer en coche largas extensiones, hasta llegar al lugar de su destino.
Este coche las esperaba al bajar del barco. Julie era una niña tranquila, menudita, de cabellos rubios peinados en dos gruesas trenzas largas, de ojos grandes, expresivos, cambiantes, como el color del tiempo, de rostro agraciado. Ambas tenían miedo, se encontraban más unidas que nunca, pues no sabían qué les esperaba. Solo lo que le había dicho a Helen el abogado del padre de Julie; que debían marchar a Londres porque allí vivía el único pariente que la niña tenía.