(fragmento del libro)
La hierba que crece en los bancos formados
en medio del río, permanece siempre verde
y sabrosa. Hay tardes en que la tibieza del
sol sobre mi lomo, el envolvente sonido del río, más la
sabrosa frescura de la hierba en mi paladar, me hacen
permanecer sedado por horas, sin permitirme percibir
la caída de la noche con sus consiguientes tinieblas. De
esta manera la corriente a mi alrededor se transforma
en un difícil desafío y en una atemorizante amenaza a
mis jóvenes tobillos.
Fue en una de aquellas noches en que conocí a
cabello dorado. Me encontraba yo husmeando con mi
nariz entre la hierba, cuando mi lengua hizo contacto con
la superficie más tersa que yo jamás hubiera sentido.
Me quedé tan maravillado con lo que la tenue luz
de la luna creciente me comenzó a revelar, que sentí
que el tiempo se detenía a mí alrededor. Se trataba de
una criatura hermosa, su grácil cuerpo yacía tendido
sobre la hierba en un gesto de aferramiento. Era como
si luego de una larga lucha con la corriente, su cuerpo
hubiera caído rendido, pero sin abandonar su gesto
guerrero.
Me dediqué a contemplar con detenimiento aquella
hermosa criatura de piel blanca y tersa como pétalos
de azahares; su cabello, que crecía frondoso cubriendo
parte de su cabeza, parecía haber sido finamente hilado
con largas hebras de sol, que caían en ensortijados
mechones sobre sus fuertes hombros.
De pronto, comenzó a invadirme un inmenso amor
por aquella criatura que mis ojos por primera vez veían.
Aunque mi mente no alcanzaba a comprenderlo, mi
corazón supo de inmediato que se encontraba ante algo
extraordinario. Un verdadero milagro de la creación
ante mis sorprendidos ojos.
Invadido por esta increíble sensación, y sin saber
mucho lo que hacía, comencé a lamer de manera enérgica
su pálido rostro. Pronto el dejo azulado abandonó sus
suaves mejillas, que se transformaron en dos pétalos
rosados. En un instante su cuerpo recuperó el calor, y
luego de pestañear un par de veces, reveló ante mí su
mirada.
Sus dos enormes cuencas turquesa me invadieron
con su luz translúcida, mi alma viajó entonces, a través
de mis ojos, que se vieron reflejados en el espejo de
aquella alma que renacía bajo la luz de mil estrellas. En
ese instante solo quedó espacio para una embriagadora
alegría, que se derramó más allá de nuestros cuerpos.
Sentí cómo miles de pequeñas mágicas presencias
celebraban con nosotros.
—Bienvenido a Crisaldia, hogar de los caballos
salvajes del Este y cuenca del río de Siete Colores.
—me atreví a decir, algo atarantado. Pero él, un poco
confundido, pareció no comprender y luego de sentarse
y palpar todo su cuerpo, se incorporó e irguió con una
gracia increíble ¡sobre sus dos pies!
Mi corazón quedó embriagado ante tal belleza
y secretamente di gracias por encontrarme con tan
extraordinaria criatura.
Su cuerpo alto y erguido permanecía firmemente
conectado a la tierra a través de sus piernas, largas como
los pilares de las ruinas de la misteriosa civilización
que un día habitó Crisaldia. Mientras que en lo
alto sus brazos jugaban con el cielo a través de sus
fuertes manos, coronadas cada una de cinco largos y
hermosos dedos, capaces de danzar todos en un sinfín
de movimientos.
Luego de suspirar profundamente con sus brazos
abiertos, cabello dorado se acercó a mí, mirándome a
los ojos con su dulce mirada azul, acariciando con sus
manos mi lomo y mi cuello. Mis oídos se inundaron
con su cristalina voz, la cual resonaba como los cantos
de cortejo de las aves de penacho escarlata, y a la vez
dejaba entender en un lenguaje para mí comprensible,
los secretos de su interior.