(fragmento del libro)
Después
que Elhoan abandonó la oficina se puso a caminar por una vereda
cubierta de hojas húmedas que conducía al centro de
la ciudad.
Lo cierto era que su alma y cuerpo no dejaban de estar en cero y la
deriva, por una variada gama de cosas que le habían arrebatado
penosa y nocivamente las ganas de continuar luchando por una mejor
forma de abordar su paso por la vida.
En ese momento no tenía muy claro de dónde venía
ni para dónde tenía que ir, después de quedar
solo y vacío, por no saber usar como debía sus potenciales
físicos y espirituales, optando por deambular en silencio y
extremadamente confundido por diferentes clases de sitios.
Al llegar la medianoche el cansancio lo obligó a detenerse
en una plaza con asientos de madera, para reponer fuerzas antes de
ingresar de lleno a la parte céntrica de la ciudad; pasando
por alto si era tarde y tenía que volver a su casa, porque
ya no le importaba en lo absoluto si lo vencían definitivamente
los peores enemigos que tenía el ser humano, después
que perdía su equilibrio físico y espiritual.
La verdad era que los últimos acontecimientos lo habían
dejado lastimosamente sin pensamientos ni emociones y lo poco y nada
que le quedaba para seguir adelante estaba en manos de los peores
males que atacaban a la persona alocada e inmadura, que multiplicaba
errores y hechos infructuosos.
Al llegar la madrugada fijó la atención en una iglesia
de adobes, con una enorme puerta de madera que luchaba a duras penas
con el sol después de la lluvia y se puso a recordar las mejores
etapas de su infancia, hasta que apareció el rostro de su madre
y comenzó a llorar. A llorar como los niños, mujerzuelas
o cobardes cuando se ponen a llorar, sin saber cómo, dónde
ni por qué llorar.