Lorca
y los sesenta
por
Jorge Etcheverry
Es difícil
calibrar la presencia de un poeta como Federico garcía Lorca en nuestra
generación, es decir la de los poetas y la gente en general que comenzó
su vida, por así decir ‘transpersonal’ en el Chile de la
década de los sesenta. Tenemos que mencionar que, más allá
o más acá de la influencia general en el ambiente poético
y cultural de García Lorca, éste poeta fue, antes que una influencia
directa en el modo de escribir de los poetas de mi generación, más
bien una presencia permanente que pareciera de algún modo señalar
a nuestro tiempo, de manera, sino objetiva, por lo menos percibida. La amistad
del poeta con Neruda, el encuentro y comunión de ambos en la España
previa a la guerra civil, comunión quizás no de ideas, bien
es sabida la militancia definitivamente comunista de Neruda, sino de un mismo
sentimiento hacia los desposeídos, eran para nosotros una realidad
que, si bien puede no ser cierta, o haberse desenvuelto más bien en
el esfera del mito, era para nosotros profundamente verdadera.
Para bien
o para mal, las experiencias de mediados de los sesenta hacia adelante, hacia
los hechos que culminan con el golpe de estado en Chile, se vieron marcadas
por el espectro o el mito de una posible revolución, hacia la que la
gran mayoría de los poetas de la generación nos sentíamos
atraídos de manera diversa. Siempre estuvo presente para nosotros,
como un símbolo, la muerte de Federico—teníamos la convicción—a
manos de los fascistas falangistas. Ya que en ese entonces en los campus universitarios
de los sesenta la juventud comunista e izquierdista en general cantaba las
canciones de la revolución española. Había de alguna
manera en el horizonte una posible guerra civil, modelada un poco en el mito/historia
de la guerra civil española, que era como un espectro que servía
como telón de fondo al proceso que vivía Chile, el que iniciándose
a mediados de los sesenta había de llegar a su fin en 1973. Y como
figura destacada de ese trasfondo referencial un poco mítico—una
historia que quería repetirse, una especie de eterno retorno—,
estaba el poeta esencial de ese proceso anterior, fundacional, el de la guerra
civil española, el vate que había sido el más grande
y que había sido además inmolado.
Pero a
la vez había otra faceta de Federico García Lorca, aparte de
su veta popular, y era su vinculación con la vanguardia, y la descomunal
paradoja de que el autor del Romancero gitano hubiera sido percibido como
poeta urbano—paradoja que quizás ahora sea aparente pero que
en ese entonces, en un país de desarrollo desigual y combinado que
yuxtaponía y yuxtapone retazos de modos de producción y culturas—aparecía
como una cosa naturalmente aceptada. ¿No éramos nosotros mismos,
en ese entonces—y me refiero a la única agrupación de
la poesía chilena de los sesenta, que se postuló como urbana,
revolucionarios, o por lo menos progresistas, y a la vez nos queríamos
vanguardistas—, o continuadores de la vanguardia? Estábamos arrinconados
de alguna manera en esta última opción en un momento de la poesía
chilena en que se sufrió una arremetida de los poetas de provincia,
que reaccionaban contra los excesos del surrealismo chileno que nosotros aceptábamos
como una de nuestras influencias más importantes, y que abogaban por
una poesía sencilla, un yo minimizado y una expresión minimalista
y condensada. Estas diferencias, muchas veces no programáticas, enfrentaban
en un conflicto bastante fraternal a los grupos literarios Trilce, Arúspice,
Tebaida, vs. La Escuela de Santiago, el grupo confesadamente santiaguino que
de alguna manera se les oponía. En las recolecciones a posteriori de
los miembros de las agrupaciones poéticas de esta generación,
entre 25 y 30 años más tarde, recogidas en un libro publicado
por la crítica chilena Soledad Bianchi, se puede constatar que la presencia
de Lorca es en general inexistente para los poetas ‘de provincia’,
que conforman la mayoría de la generación y con quienes polemicé—sin
respuesta—en un manifiesto publicado en 1968 en los siguientes términos:
“Languidecen focos en los pantanos. El lenguaje abrumado por la naturaleza
se extingue en los labios de los poetas de provincia”.
Solamente
los poetas urbanos reconocen el impacto del gran poeta español, junto
a las demás lumbreras modernistas con cuyos retazos y recortes nos
hacíamos un traje nuevo, como jóvenes que éramos, en
gran parte europeístas, quizás sin saberlo, y dotados de ese
talento para el bricolage sin intención que constituye uno de las características
de la cultura latinoamericana urbana. Naín Nómez, miembro de
la Escuela de Santiago, y actualmente radicado en Chile, declara, en la obra
citada de Bianchi, publicada en 1995: “…pero sí éramos
como partidarios de un gran lenguaje, éramos partidarios de la reconquista
de los símbolos poéticos, éramos partidarios como de
una nueva mirada sobre la ciudad y sobre lo que estaba ocurriendo a nivel
de los cambios urbanos: la fragmentación, todo el problema que venía,
por ejemplo, de libros como Poeta en Nueva York, de García Lorca; toda
la problemática del lenguaje y la relación, y el problema de
la sociedad, en La tierra baldía, por ejemplo, de T.S.Elliot. Ese tipo
de asuntos eran, más bien, los que nos preocupaban…”.
Y era
justamente esa convivencia de la primacía del lenguaje, el distanciamiento
propio de los elementos vanguardistas, unido a la preocupación social,
lo que percibíamos en Lorca los poetas urbanos, como lo percibíamos
por ejemplo en la otra gran figura que ya mencionábamos, y que el contexto
de la época aparecía vinculada a la revolución española
y la generación del 27: el Neruda del Canto General y sobre todo de
las Residencias, que se puede contraponer tan bien a textos de El poeta en
Nueva York, aunque es cierto que “el nombre de Federico García
Lorca se asoció principalmente en Hispanoamérica, y de seguro
también en su país, al Romancero Gitano” (Fernando Charry
Lara, Homenaje a García Lorca, Cuadernos Hispanoamericanos , 435-436
de 1986, p. 56).
En Poeta
en Nueva York, junto al vanguardismo y el cosmopolitismo desengañado,
el hablante lírico plasma una “experiencia surrealista”.
Ha dejado su España para hallarse frente a frente con la “ciudad
sin sueños”, donde “intuye mucho antes que los demás
poetas europeos el insoslayable desarrollo de esta civilización técnica”.
En este libro fluye “Una corriente subterránea de dolor y de
gran humanidad…Frente a los inmensos muros de color ceniza de la ciudad
tentacular que arrasa de igual modo a la naturaleza y al hombre, Lorca mide
la dimensión del desierto técnico a través de la violencia
directa contra el ser humano” (Ibid).
Se ha
señalado en Poeta en Nueva York la combinación de una “atmósfera
surrealista” con elementos materiales descriptivos muy cotidianos y
naturalistas:
“debajo
de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato;
debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero;
debajo de las sumas, un río de sangre tierna”
Luego
de lo que sigue, 10 versos más adelante, una enumeración que
parecería sacada “directamente de un libro comercial”:
Todos
los días se matan en Nueva York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Estas
menciones al sacrificio animal aparecen como una de las instancias de multiplicación
deshumanizante más fuertes del libro, dicho sea de paso bastante anteriores
a la existencia de agrupaciones de defensa de los derechos y de la denuncia
del holocausto animal, cuya plasmación artística sigue aludiendo
a la contaminación que sufren los valores religiosos. Por ejemplo aparente
en la obra del fotógrafo venezolano Nelson Garrido, que participó
hace unos años pasado en la exposición Íconos rebeldes
en Ottawa, con una obra que representaba la crucifixión de un ser con
cuerpo de mujer y cabeza de cerdo, a la que se adhería a intervalos
de varios días un corazón fresco de vaca, sangrante, para escándalo
de los funcionarios municipales canadienses y de gran parte de los críticos
de arte.
Si nos
vamos a Neruda, esa gran figura asociada a Lorca, no tan sólo circunstancial
o generacionalmente, (Pero sí, en ese entonces, sobre todo por eso
de “Venid a ver la sangre por las calles”, es decir su toma de
partido en la revolución española) y nos fijamos en uno de sus
libros más ‘vanguardistas’ como es Residencia en la tierra
y leemos Walking Around, nos encontramos con que la preocupación social
en un sentido humano está también presente:
Sucede
que me canso de ser hombre
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable
como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza
Eso alterna
con la imagen de clara raigambre vanguardista
Sin embargo
sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
dar muerte a una monja con un golpe de oreja
Y se llega
también a la fusión total del elemento distanciador, la enumeración
caótica surrealista, con elementos de concreción y acaso de
denuncia, lo que pensamos constituye el ‘estilo’ de la escritura
latinomericana:
Por eso
el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche
Yo paseo
con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.
Y esta
poesía Nerudiana con rasgos vanguardistas, y también existenciales,
es también, su poesía urbana. Hay que reconocer que en esos
momentos, los textos más relevantes de Neruda son el Canto General
y las Odas elementales, que van a tono con las circunstancias histórico
políticas de la época, y que Vicente Huidobro, otro gran vanguardista
de la poesía hispana e izquierdista declarado, retrocede un poco en
el trasfondo.
Además
de esta presencia aleatoria de lo popular y lo vanguardista, en la conciencia
corriente sinónimos lo primero de progresista en tanto entendible y
concreto, y lo segundo de intrincado, elitista y por ende reaccionario, se
podría señalar una lectura casi iniciática de parte de
la obra de Lorca, que se dio en esos años, y cuyo objeto eran fundamentalmente
los poemas del Diván de Tamarit. “Quiero que la noche se quede
sin ojos/y mi corazón sin la flor de oro”, cuyas gacelas y casidas
rebosan de una objetividad eidética, casi creacionista, una simbología
que podría ser hermética y un principalismo de colores y elementos
casi taoísta en sus contraposiciones. Ya que en Chile, esa década
de fermento es además una de proliferación de sectas, como los
Caballeros Americanos de la Orden del Fuego, con una entre ellas, el Poder
Joven, que llega a contar con miles de adeptos y que mima las publicaciones,
emblemas y vocabulario de la izquierda revolucionaria. O el grupo Amereida,
fugaz manifestación poética neo vanguardista de los sesenta,
que performancea ‘phalenes’—actos poéticos repentinos,
escandalosos y participatorios, y viaja por el continente americano para diseñar
la Cruz del Sur sobre su superficie.
Esta pequeña
reflexión sobre la presencia de Lorca nació, como se decía
anteriormente, de constar sus escasas menciones en un libro de entrevistas
con poetas de las agrupaciones de los años sesenta en Chile de la crítica
Soledad Bianchi y publicado hace ya años: La memoria, modelo para armar.
Esta falta de mención de Lorca a más de 30 años de la
época en que existían estos movimientos y agrupaciones nos puede
parecer curiosa, y quizás no refleje la verdadera presencia del poeta
español en ese momento, sino más bien a una mirada retrospectiva
desde una situación presente que significa la derrota, de una manera
u otra, del mito del Lorca popular y revolucionario, asesinado por el fascismo,
pero cuya muerte a la postre, queremos creer, será reivindicada por
la historia no tan sólo en España.
Aclaremos,
que, en nuestra opinión, esta presencia lorquiana no fue una presencia
de influencia cultural o literaria, sino más bien ambiental. Sin haber
leído a Lorca se sabía de su relación con Neruda y su
supuesta adscripción al campo republicano. Su poesía, básicamente
El Romancero, es popular y tiene como objeto a los gitanos, quintaesencia
de lo popular romántico. La gran mayoría de los poetas de los
sesenta eran de izquierda y existe en ellos la convicción implícita
de haber sufrido una derrota, y quizás por esto quienes se refieren
a Lorca fueron los poetas urbanos, para quienes la dimensión aterradoramente
alienante de la urbe era todavía rescatable.