Es este el
segundo que leo de Macarena Torres, profesora de filosofía y estética.
El primer texto se titula ¿Cómo comprender la esencia del arte?
Confrontación entre Heidegger y Gadamer (1996)
Me sorprendió
ya entoncesn Entoncesconocerla. S su capacidad de exponer materias tan difíciles
de mostrar en sus matices e implicaciones, así como de un lenguaje
que jamás se satisface en alarde de intelecto ilustrado, ni rebuscando
en demasías que más exhiben acantilados vanidosos que el de
servir a esclarecer lo que, en su momento, constituyen su materia de atención.
La cualidad
mentada se confirma en Influencia sufita en los poemas de Fray Luis de León,
ensayo publicado este año por Editorial Semejanza. El semblante del
libro es verde con palabras de intenso amarillo que mejor resalta el medallón
de un conocido retrato del poeta agustino.
Una larga convivencia
entre las religiones monoteístas en España dejó numerosos
testimonios culturales y, a no dudarlo, en muchos espíritus más
elevados esa vecindad fue convergencia, saludable animación, motivo
de encuentro en el movimiento ascensional del alma que, transida de apetito
supremo, busca, espera, manifiesta y declara sus pretensiones de felicidad
sin amagues de hastío ni de finitud. Porque a nadie menos que Dios
sabe aspirar la fuerza animadora que habita la mirada y lo indecible. Ese
fin constituye la meta. La creatura clama por hallar abrazo ilimitado en su
Creador, en quien las vicisitudes suspirantes del ser humano intuyen certeza
y conformidad plenarias.
A quienes suponen
que los espíritus más altos se satisfacen en actitudes limitadas
por la cerrazón, este libro les muestra lo contrario. Fray Luis de
León (1527-1591), religioso español, fue hombre de vasta cultura
vivida en consagración y estudio; laboriosa y docente en la Universidad
de Salamanca y en la ingente escritura, de verso y prosa que se le debe, así
como la de traductor y de estudioso de la Sangrada Escritura. Con toda seguridad
tuvo en el inspirador de su familia religiosa, San Agustín, un maestro
y un guía que le satisfizo y animó la actitud abierta de su
espíritu. El autor de Confesiones escribió: “No importa
en donde te hable la verdad, tú escúchala”.
Macarena Torres
cumple con el lector al enseñar en breves capítulos aspectos
que se extienden seculares en desarrollo y en fecundidades. Concatena en su
interesante texto un conjunto de materias de la más alta expresión
espiritual. Por lo pronto, expone en el primer capítulo “El misticismo
sufí y sus características”, una serie de rasgos doctrinales,
peregrinajes de culturas y episodios sobresalientes de historia hispánica:
vecindades espirituales, pero sobre todo, aportes debidos a una rica cuantía
de autores, ya del Medio Oriente, ya del Al Andalus, territorio en que se
asentó la rica cultura árabe en la Península Ibérica,
y que tanto influjo vertieran en los cauces religiosos y literarios del Occidente
de aquellas épocas.
No sería
oportuno ni necesario repetir aquí los contenidos del libro, objeto
de lectura de quienes acepten este convite a mesa interesante del espíritu.
Mas, es preciso subrayar que un escritor de la talla de Fray Luis de León
estuvo movido de ánimo unitivo, ese temple de acercar el tiempo propio
al resguardo de lo eterno, y de las peripecias biográficas de cuyos
eriales suele brotar el hortelano razonador y expresivo, anhelante no menos
que prolijo descubridor de la rica gama de significancias y de facetas con
que le fuera ganado el espíritu en la accesis, y del hospedaje que
hallase en el repertorio místico bíblico—recordar su versación
y la labor traductora de Cantar de los cantares--, así como también
del manado de la fuente sufita que Macarena resalta en sus páginas.
Trátase de la unión amante-amado, unión mística
con Dios y embriaguez del alma.
Si toda ascensión
supone desasirse de pesos y cuidados distractores con que el mundo bullanguero
confisca la atención del ser humano; si el bien y la verdad se coronan
de belleza en el encuentro trascendental de creatura y Creador; si el ansia
más imperecedera de encontrarse y ser feliz no tiene mejores palabras
que las del amor, es comprensible que Fray Luis de León llevara a cabo
en sí, un proceso de maduración donde convergiera la apertura
espiritual a cuanto le brindara la cultura conocida de él, en sus variadas
fuentes, en vista del impulso que le mantenía alerta y ordenado a una
esfera trascendente. Debía acoger riquezas expresivas y lenguajes comunicables
para manifestar su inquietud central y hacerla inteligible a él mismo
y a los demás, cumpliendo su misión de escritor y de guía
religioso.
Discrepo del
adjetivo místico asignado al autor de La perfecta casada. Me parece
más preciso el de asceta. Al primero se le regala una experiencia de
éxtasis; al segundo, el vislumbre de la cima, y aún de la presencia
feliz de Dios, pero su esfuerzo queda remarcado en el deseo de comprender
más que en la experiencia de ver en que es arrebatado el primero. Con
todo, en ambos cabe el mismo apetito y sed de ilimitación, de abrazo
gozoso y de perennidad que habrán de cumplirse al arrimo de la meta
a que estamos convocados. Y esa meta no es otra que el corazón de Dios.
De esa aspiración
y de ese suspiro en que el ser humano alerta de la distancia extendida entre
lo que es y en quien espera convertirse mediante la gracia, corona de la vida,
supo muchísimo Fray Luis de León, autor clásico en los
mejores sentidos del término, y un hombre inquieto en lo espiritual
que, como pocos, legó una cuantiosa obra transida de temblores espirituales
y claridad de alma que, en tiempos como los nuestros, resuena con eco de palabra
verdaderamente fundada en sólido cimiento.
A veces, podrá
oírsele la distancia que escogió en el enredoso mundo: “¿Qué
presta a mi contento,/ si soy del vano dedo señalado,/ si en busca
de este viento/ ando desalentado/ con ansias vivas, con mortal cuidado?”;
en otras, la aspiración celeste lo mantendrá atento a los sones
de una armonía en que se aviva el ansia de trascender y el sofoco del
encierro terrestre: “Cuando contemplo el cielo/ de innumerables luces
adornado,/ y miro hacia el suelo,/ de noche rodeado,/ en sueño y en
olvido sepultado,// el amor y la pena/ despiertan en mi pecho un ansia ardiente;/
despiden larga vena/ los ojos hechos fuente;/ la lengua dice al fin con voz
doliente:// “Morada de grandeza,/ templo de claridad y hermosura; mi
alma que a tu alteza/ nació, ¿qué desventura/ la tiene
en esta cárcel, baja, oscura?” Y, por cierto, el mantenimiento
de la certeza en cuanto a que la cercanía armoniosa, antesala de cielo,
sólo puede hallarla en la naturaleza, “lejos del mundanal ruido”,
famoso verso que concuerda en forma y espíritu con el breve poema “Al
salir de la cárcel”: “Aquí la envidia y mentira/
me tuvieron encerrado.;/ dichoso el humilde estado/ del sabio que se retira/
de aqueste mundo malvado,/ y con pobre mesa y casa/ en el campo deleitoso/
con sólo Dios se compasa/ y a solas su vida pasa, / ni envidiado ni
envidioso”.
Probablemente
la autora pudo extender un poco más algunas consideraciones, pero la
ganó el deseo de una exposición menos abundosa que certera.
En lo particular, le estoy agradecido de este trabajo y, desde ahora, su aporte
queda incorporado con pleno derecho a la bibliografía agustiniana chilena.
Y el lector debe estar seguro de que el texto de Macarena Torres es remanso
de estética y de elevación, más allá de especificidades
y regodeos de nombres que nos parecen exóticos y, a veces, impronunciables.
Acaso sin pretenderlo, ayuda a recordar asuntos más esenciales que
la farándula y la codicia, representantes del “mundanal ruido”
del que tanto abominara Fray Luis, porque antes había descubierto,
en compañía, y enseñado de otros, sabores más
esenciales como son los manados de la fuente más viva del universo