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El sufismo y Fray Luis de León

Por Juan Antonio Massone

 

Es este el segundo que leo de Macarena Torres, profesora de filosofía y estética. El primer texto se titula ¿Cómo comprender la esencia del arte? Confrontación entre Heidegger y Gadamer (1996)

Me sorprendió ya entoncesn Entoncesconocerla. S su capacidad de exponer materias tan difíciles de mostrar en sus matices e implicaciones, así como de un lenguaje que jamás se satisface en alarde de intelecto ilustrado, ni rebuscando en demasías que más exhiben acantilados vanidosos que el de servir a esclarecer lo que, en su momento, constituyen su materia de atención.

La cualidad mentada se confirma en Influencia sufita en los poemas de Fray Luis de León, ensayo publicado este año por Editorial Semejanza. El semblante del libro es verde con palabras de intenso amarillo que mejor resalta el medallón de un conocido retrato del poeta agustino.

Una larga convivencia entre las religiones monoteístas en España dejó numerosos testimonios culturales y, a no dudarlo, en muchos espíritus más elevados esa vecindad fue convergencia, saludable animación, motivo de encuentro en el movimiento ascensional del alma que, transida de apetito supremo, busca, espera, manifiesta y declara sus pretensiones de felicidad sin amagues de hastío ni de finitud. Porque a nadie menos que Dios sabe aspirar la fuerza animadora que habita la mirada y lo indecible. Ese fin constituye la meta. La creatura clama por hallar abrazo ilimitado en su Creador, en quien las vicisitudes suspirantes del ser humano intuyen certeza y conformidad plenarias.

A quienes suponen que los espíritus más altos se satisfacen en actitudes limitadas por la cerrazón, este libro les muestra lo contrario. Fray Luis de León (1527-1591), religioso español, fue hombre de vasta cultura vivida en consagración y estudio; laboriosa y docente en la Universidad de Salamanca y en la ingente escritura, de verso y prosa que se le debe, así como la de traductor y de estudioso de la Sangrada Escritura. Con toda seguridad tuvo en el inspirador de su familia religiosa, San Agustín, un maestro y un guía que le satisfizo y animó la actitud abierta de su espíritu. El autor de Confesiones escribió: “No importa en donde te hable la verdad, tú escúchala”.

Macarena Torres cumple con el lector al enseñar en breves capítulos aspectos que se extienden seculares en desarrollo y en fecundidades. Concatena en su interesante texto un conjunto de materias de la más alta expresión espiritual. Por lo pronto, expone en el primer capítulo “El misticismo sufí y sus características”, una serie de rasgos doctrinales, peregrinajes de culturas y episodios sobresalientes de historia hispánica: vecindades espirituales, pero sobre todo, aportes debidos a una rica cuantía de autores, ya del Medio Oriente, ya del Al Andalus, territorio en que se asentó la rica cultura árabe en la Península Ibérica, y que tanto influjo vertieran en los cauces religiosos y literarios del Occidente de aquellas épocas.

No sería oportuno ni necesario repetir aquí los contenidos del libro, objeto de lectura de quienes acepten este convite a mesa interesante del espíritu. Mas, es preciso subrayar que un escritor de la talla de Fray Luis de León estuvo movido de ánimo unitivo, ese temple de acercar el tiempo propio al resguardo de lo eterno, y de las peripecias biográficas de cuyos eriales suele brotar el hortelano razonador y expresivo, anhelante no menos que prolijo descubridor de la rica gama de significancias y de facetas con que le fuera ganado el espíritu en la accesis, y del hospedaje que hallase en el repertorio místico bíblico—recordar su versación y la labor traductora de Cantar de los cantares--, así como también del manado de la fuente sufita que Macarena resalta en sus páginas. Trátase de la unión amante-amado, unión mística con Dios y embriaguez del alma.

Si toda ascensión supone desasirse de pesos y cuidados distractores con que el mundo bullanguero confisca la atención del ser humano; si el bien y la verdad se coronan de belleza en el encuentro trascendental de creatura y Creador; si el ansia más imperecedera de encontrarse y ser feliz no tiene mejores palabras que las del amor, es comprensible que Fray Luis de León llevara a cabo en sí, un proceso de maduración donde convergiera la apertura espiritual a cuanto le brindara la cultura conocida de él, en sus variadas fuentes, en vista del impulso que le mantenía alerta y ordenado a una esfera trascendente. Debía acoger riquezas expresivas y lenguajes comunicables para manifestar su inquietud central y hacerla inteligible a él mismo y a los demás, cumpliendo su misión de escritor y de guía religioso.

Discrepo del adjetivo místico asignado al autor de La perfecta casada. Me parece más preciso el de asceta. Al primero se le regala una experiencia de éxtasis; al segundo, el vislumbre de la cima, y aún de la presencia feliz de Dios, pero su esfuerzo queda remarcado en el deseo de comprender más que en la experiencia de ver en que es arrebatado el primero. Con todo, en ambos cabe el mismo apetito y sed de ilimitación, de abrazo gozoso y de perennidad que habrán de cumplirse al arrimo de la meta a que estamos convocados. Y esa meta no es otra que el corazón de Dios.

De esa aspiración y de ese suspiro en que el ser humano alerta de la distancia extendida entre lo que es y en quien espera convertirse mediante la gracia, corona de la vida, supo muchísimo Fray Luis de León, autor clásico en los mejores sentidos del término, y un hombre inquieto en lo espiritual que, como pocos, legó una cuantiosa obra transida de temblores espirituales y claridad de alma que, en tiempos como los nuestros, resuena con eco de palabra verdaderamente fundada en sólido cimiento.

A veces, podrá oírsele la distancia que escogió en el enredoso mundo: “¿Qué presta a mi contento,/ si soy del vano dedo señalado,/ si en busca de este viento/ ando desalentado/ con ansias vivas, con mortal cuidado?”; en otras, la aspiración celeste lo mantendrá atento a los sones de una armonía en que se aviva el ansia de trascender y el sofoco del encierro terrestre: “Cuando contemplo el cielo/ de innumerables luces adornado,/ y miro hacia el suelo,/ de noche rodeado,/ en sueño y en olvido sepultado,// el amor y la pena/ despiertan en mi pecho un ansia ardiente;/ despiden larga vena/ los ojos hechos fuente;/ la lengua dice al fin con voz doliente:// “Morada de grandeza,/ templo de claridad y hermosura; mi alma que a tu alteza/ nació, ¿qué desventura/ la tiene en esta cárcel, baja, oscura?” Y, por cierto, el mantenimiento de la certeza en cuanto a que la cercanía armoniosa, antesala de cielo, sólo puede hallarla en la naturaleza, “lejos del mundanal ruido”, famoso verso que concuerda en forma y espíritu con el breve poema “Al salir de la cárcel”: “Aquí la envidia y mentira/ me tuvieron encerrado.;/ dichoso el humilde estado/ del sabio que se retira/ de aqueste mundo malvado,/ y con pobre mesa y casa/ en el campo deleitoso/ con sólo Dios se compasa/ y a solas su vida pasa, / ni envidiado ni envidioso”.

Probablemente la autora pudo extender un poco más algunas consideraciones, pero la ganó el deseo de una exposición menos abundosa que certera. En lo particular, le estoy agradecido de este trabajo y, desde ahora, su aporte queda incorporado con pleno derecho a la bibliografía agustiniana chilena. Y el lector debe estar seguro de que el texto de Macarena Torres es remanso de estética y de elevación, más allá de especificidades y regodeos de nombres que nos parecen exóticos y, a veces, impronunciables. Acaso sin pretenderlo, ayuda a recordar asuntos más esenciales que la farándula y la codicia, representantes del “mundanal ruido” del que tanto abominara Fray Luis, porque antes había descubierto, en compañía, y enseñado de otros, sabores más esenciales como son los manados de la fuente más viva del universo


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