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PROSA URBANA DE SANTIAGO DE CHILE

FRAGMENTOS INÉDITOS

POR LUIS ARAYA CORTÉS

Presentamos "La Profecía" y "Whitman y Borges: Apunte de Lectura", dos relatos breves de Luis Araya Cortés, escritor independiente; médico especialista en neurología de un hospital público de Santiago.


LA PROFECÍA

Hubo, hace mucho tiempo, en un lejano país de inviernos fríos y primaveras enérgicas, primorosas aunque breves, un poblado lejos de todo, de casas pequeñas que exhibían árboles frutales y jardines, de modo tan regular como sus techumbres y ventanas.

En una de esas casas vivía una familia compuesta por los padres; sencillos campesinos de simple y ordenada vida dedicada al trabajo durante la semana y a la iglesia los días Domingo. Gente de diálogo escaso comunicada con susurros. La abuela obstinadamente viva días tras día, sentada o caminando trabajosamente, veía pasar la vida no pudiendo participar mucho de la misma, pues ésta iba más rápido de lo que ella podía andar, y se escapaba a su vista y a su oído, por lo que la anciana se llenaba su existencia con sus recuerdos de la vida de la vida misma; finalmente había encontrado otra en ella misma, que se le presentaba envuelta en recuerdos fragmentados y divertidamente confusos con sus padres y sus mayores, hijos, nietos, religiosos y soldados que la visitaban a su arbitrio, lo que ella anunciaba a la hora de la cena con sorprendido regocijo. Una tía, hermana de la madre, quien desde siempre había vivido con ellos y que nunca se casó, según se decía, pues su novio aviador se estrelló contra las nubes un día que nadie sabe, entonces dedicando su amor al hijo de su hermana, Lucas, un pequeño de siete años de contextura endeble, aspecto retraído, mirada seria y tímida, con lentes de grueso marco y poseedor de un oso tan viejo que ni pelaje tenía.
Lucas jugaba. Ordenaba ejércitos de centenares de tapas de cerveza o tornillos que obedecían sus indicaciones, marchaban, guerreaban y se convertían en héroes o morían según su suerte de ese día.
La abuela acunaba una muñeca a la que confundía con la hija mujer que nunca tuvo, por la cual sufría si se negaba a comer lo que a escondidas lograba, con sorprendente agilidad, quitar de la mesa para llevárselo al dormitorio, donde la esperaba su niña; secreto solo compartido con Lucas.
Entre tanto, la madre escuchaba canciones de una tierra lejana que decía era su país natal.
El padre descansaba en las tardes, recostado sobre la cama con un brazo tras la cabeza y un cigarrillo en la otra, mirando siempre un punto enfrente de él, en silencio, observado por el niño quien a su derecha se gozaba en observar la amplia y limpia frente del padre, su hermosa y recta nariz y lo que más gustaba al menor, sus ojos, grandes, limpios de mirar frontal, seguros, soñolientos por conformación; ojos de un color que cambiaba entre el café claro y transparente de la noche y el verde tenue del sol de la tarde, sobre todo cuando Lucas se situaba al lado derecho de la cama donde su padre reposaba, para ver la maravilla del primer tornasol motivado por el sol vespertino que, en la mirada de su padre, se entretenía en descubrir.

La tía al volver por las tardes de su trabajo lo hacía trayendo en sus manos un dulce de miga o una revista para el menor. Siempre era igual. Así fue por mucho tiempo, y solo la penuria de la pobreza inquietaba de tanto en tanto a estos seres que aparte de esta asechanza, parecían tocados por un hado protector. Así siguió siendo hasta que un día de otoño Lucas se sintió enfermo. Primero ya no tuvo ánimo de levantar sus ejércitos, y sus soldados quedaron abandonados y por primera vez murieron de verdad. Su oso ya no vistió ropaje de pistolero ni cabalgó sobre el dorso de la cama paterna que era su caballo preferido y pareció enfermo de abandono, incluso sus lustrosos ojos de botón perdieron el brillo. Finalmente ni las revistas de la tía pudieron atraer la atención del niño y fue cuando la familia se preocupó.

Lucas ya no se levantó. Y si antes su voz era escasa y tenue, ahora había que ocasionar el silencio hasta en la habitación vecina para escuchar sus breves palabras. Si siempre fue de comer poco, ahora ni con las caricias de la madre y la tía sentía el ánimo de ingerir más allá de unos pocos alimentos. Si bien antes fue solitario ahora parecía escapado de todos.

Lucas debió permanecer en cama: la misma que su padre construyó con maderas oscuras y firmes que cortó, pulió y luego pintó para él, y que crujía de un modo que regocijaba al menor. Para Lucas su cama tenía un lenguaje propio, rico y variado que aprendió a conocer y desarrollar. A veces era un barco. Si Lucas se volvía hacia la derecha un sonido lento y sordo acompañaba sus movimientos, en cambio si se tornaba hacia la izquierda el sonido era más breve y agudo. Babor y estribor fueron así, una certeza para el niño mucho antes de saber siquiera que existían las palabras para señalarlos. Parecía que la cama se comunicaba con Lucas. Si la empujaba desde la cabecera un brusco y breve chasquido indicaba que no le gustaba ser movida ni sacada de su sitio. En cambio, si el niño se movía o mejor aún si saltaba sobre ella, un crujido suave y murmurante parecía señalar la complacencia del mueble.

Pero ahora la cama no hablaba tampoco, el niño no se movía, casi no pesaba, casi no respiraba, casi no vivía, y el mueble de maderas oscuras así parecía entenderlo acompañándolo con ese silencio respetuoso y dolido.

La luz entraba en la habitación de Lucas por la única ventana, que daba al patio trasero de la casa. Allí crecían en desordenada disposición un durazno, un ciruelo, unas cuantas matas de ruda, olorosos cardenales, invasoras madreselvas, y un escaso y colorido musgo en los rincones más oscuros y húmedos de la pared de ladrillos al extremos de la propiedad, que limitaba la vista del menor cuando miraba hacia fuera. A veces, esos ladrillos apilados también eran un juego para su imaginación; el cemento goteado semejaba la cara de un anciano; el hueco entre ladrillos dejado por la caída del pegamento era un espacio para la vivienda de un duende o de una araña que tejía su tela y avisaba así su residencia, abierta a quien viniera a tocar su puerta que engullía al visitante con avidez y sorprendente rapidez, lo que siempre desencadenaba un sobresalto inicial que el niño conocía de memoria, allí, en su habitación, siempre en cama, enfermo sus días y noches, mirando por la ventana con las cortinas siempre recogidas para permitirle la distracción de la visión del patio.

Tanta fue la conmoción ocasionada por la enfermedad del menor, que hasta la abuela notó el cambio ocurrido en la casa y preguntaba a todos por el niñito ese de la señora que vivía antes en la casa y que había abandonado al irse hace muchos años dicha señora y que ella misma había recogido y cuidado junto a su hija, que ahora la esperaba sola en su habitación.

El padre de por sí taciturno, se tornó aún más callado y solitario, extrañaba la figura de su hijo a su lado las tardes de sol, aun sin decir ni hacer nada por largo rato, simplemente mirando furtivamente de vez en vez a su cara, actitud incierta que nunca entendió pero que sin saber por qué le hacía tanto bien y ahora recordaba.

La madre ya casi no escuchaba la música de su patria ni cuidaba bien de la casa. La tía dejó de llevar dulces y revistas, o las guardaba esperando que alguna vez Lucas se las pidiera de nuevo.

El tiempo pasaba lento para la familia, ahora perceptible como el sonido del tictac del reloj: monótono, persistente, angustiante, sobre todo con el silencio que no dejó lugar de la pequeña casa sin invadir. Día tras día, semana tras semana la situación solo empeoraba.

Un día el pequeño se vio mas activo, se movió un poco en la cama y en su cara morena ahora de un tinte terroso, brillaron brevemente sus oscuros ojos. Habló y debió repetir sus palabras, pues en principio nadie las entendió. Quizás hubiera sido mejor no escucharlas pues cuando se le acercaron y amorosamente le pidieron que les hablara de nuevo, dijo el niño:
- Cuando caiga la última hoja del árbol del patio me voy a morir.

El silencio que siguió a esta declaración partió del menor quien no dijo nada más. Pareció descansar después de esta noticia que comunicaba a su familia. Ya no tendrían que seguir esperando y esperando sin ninguna certeza ni claridad... ahora sabían qué pasaría y cuándo. Fue un gran alivio para el niño no hacer sufrir mas a sus padres, tía y abuela con esa incertidumbre dolorosa en que se encontraban.

Los padres callaron, ya no quedaban palabras en su escaso lenguaje verbal que no guardara relación con el niño, y si él declaraba que iba a morir no había razón para decir más nada, salvo quizás rezar o hablar con Dios en el silencio de sus doloridos corazones.

La tía sufrió también en silencio, qué más le quedaba decir, si siempre toda su vida había sido palabras, gestos cariñosos y obsequios para Lucas. Y si él declaraba que ya no estaría más, tampoco encontró razones para decir más.

La abuela sí dijo algo. Preguntó por qué todos se quedaban en silencio o si era que ella se había vuelto definitivamente sorda.

El otoño siguió avanzando. Día a día, el frío, el viento, las ocasionales y tempranas lluvias que los padres desesperados hubieran querido impedir, visitaban el patio y se llevaban consigo las últimas flores del cardenal y de la madreselva y las hojas del ciruelo y del durazno. De igual modo Lucas decaía progresiva pero apaciblemente; sin duda la actitud del chico afirmaba su profecía.

El silencio doloroso, la pena, la desesperación de cada ser de esta familia eran también progresivos; cada día al levantarse miraban con disimulo y ansiedad al patio. Al principio recogían las hojas en un afán inexplicable por saber cuántas hojas habían caído de un día para otro, luego lo dejaron, pues el dolor era más intolerable con esta práctica: cada hoja en el suelo eran horas, días, semanas, meses, años menos de vida de Lucas. Reemplazaron la práctica por el mirar las hojas que quedaban aún en los árboles. Esto les alivió al principio pues la imposibilidad de contarlas o saber cuáles habían caído la noche anterior, alentaba la idea de que verdaderamente no habían caído mas hojas y sus esperanzas renacían. Pero finalmente debieron rendirse ante las evidencias; un día, sin proponérselo al primer golpe de vista ya sabían cuántas hojas quedaban. Ayer 15, hoy sólo 12 y la salud de Lucas cada vez peor.

Llegó un amanecer que ninguno habría querido ver. Ese día quedaban sólo dos hojas en el ciruelo del patio, y si bien nadie lo expresó, todos lo pensaron sin dudas. Mañana caen las últimas hojas; mañana mi hijo, mi sobrino, mi todo, mi vida, mañana se muere.

Nadie durmió esa noche, todos velaron en silencio y sufrimiento alrededor de la cama de Lucas, como si hubiesen querido espantar al fantasma de la muerte o impedir que el niño cumpliera al fin su profecía.

Amaneció de nuevo y ninguno miró ni a la cama ni al patio. Sólo largo rato después que aclaró el padre se asomó a la venta. Luego de permanecer en silencio y sin moverse, desde allí mismo, susurró algo y todos escucharon como si fuesen ciegos o estuviesen en otro lugar y necesitasen que alguien les contara lo que allí ocurría:
- Aún queda una hoja -dijo.

Un mínimo movimiento ocurrió en los que velaban. Un cierto relajo, una tímida sonrisa. Un suspiro casi como un quejido rompió el silencio de semanas de la madre. La tía casi volvió a pensar dónde había guardado las revistas que tenía para Lucas. La abuela siguió un tanto perpleja estos afanes de los demás, pero reiteró que anoche la volvieron a visitar dos sacerdotes capuchinos que habían preguntado por el dueño de casa, respondiéndoles ella que vinieran en la mañana pues ahora no se encontraba. Y que ellos se habían retirado muy caballerosamente a sus cuarteles cantando salmos como lo hacían siempre que su padre les invitaba a la casa. Esta vez casi hubo sonrisas ante las aseveraciones luego de los últimos días en que nadie tomaba en cuenta los avisos de la abuela.

Pero llegó de nuevo la noche y todos volvieron a sentir el mismo apremio y angustia de la noche precedente, si bien nadie lo manifestó, todos sintieron que si bien habían ganado un día, ya mañana no sería igual porque el final que esperaban con desesperación al fin llegaría.

Amaneció otra vez y de nuevo fue el padre quién se movió primero, sin ver hacia la cama, fue a la ventana, se asomó y en un instante anunció:
- La hoja aún está en el árbol.

Paradojalmente, en vez de alegrarse, la primera reacción de la familia fue pensar: "No puede ser, la hoja tiene que haber caído", y sólo un rato después sintieron que la alegría retomaba un espacio en sus vidas y en sus rostros, se miraron y sonrieron, incluso la tía preguntó a la abuela:
- ¿Y quién vino a visitarla anoche?
La abuela no respondió porque no escuchó la pregunta, pero ello no importó a nadie, porque todos se hundieron en sus propias reacciones.

Inútil sería contar las innumerables noches y amaneceres posteriores que siguieron a estas dos primeras. Cada día, al amanecer, el padre levantándose primero, invariablemente afirmaba la persistencia en el árbol de esa última hoja, que impedía que se cumpliera la profecía.

El resto del otoño terminó así de suceder.

Llegó el invierno y el mayor frío, viento y lluvias, incluso algunas nevazones, trajeron a la familia de nuevo el sobresalto a veces tan intenso como el de los días previos a la última hoja. Pero esta última hoja era fuerte, sorprendentemente resistente, tanto que llegó a ser fama en el pueblo este prodigio, incluso algunos vecinos se asomaban disimuladamente y con respeto casi religioso al patio para ver la hoja. O bien, al pasar, señalaban con un dedo respetuoso hacia la casa, comentando con los afuerinos que allí en esa casa hay una hoja prodigiosa que no ha caído con el rigor del invierno, salvando milagrosamente la vida del pequeño Lucas, "quien, según la profecía, vivirá en tanto esa hoja no caiga del árbol, mire usted".

Pero si bien la hoja no cayó y el niño no murió, tampoco dio señas de mejorar y el dolor y la angustia volvieron a tomar su lugar en la familia, incluso la abuela no tuvo más visitas, y si alguien la venía a ver, se iba sin decirle nada.
Hubo ocasiones en que el padre no estaba seguro de si la hoja había permanecido esa noche en su sitio, a veces la oscuridad más intensa de las noches mas largas del invierno, el amanecer brumoso le dificultaba el poder avisar la noticia a la familia. Nada de eso era agradable y el sufrimiento fue haciendo mella en cada uno de ellos.
La madre descuidó la cocina y ya no escuchó música de su país y era casi seguro que no recordaba bien su lugar natal.
La tía descuidó su trabajo y ya no trajo mas revistas, diciéndose: "¿qué saco?...si Lucas ya no lee y a lo mejor le hace mal y sufre si le sigo contando cuántas revistas le tengo, que no podrá leer..."
Sólo la abuela siguió con cierta vitalidad que le prestaba su desconexión con los hechos cotidianos que embargaban a los demás.
El padre mismo perdió la brillantes y transparencia de sus ojos y ya no hubo verde con el sol de la tarde, y solo un gris-dolor-por-el-hijo tiñó sin alivio sus pupilas.

- "¿Cuánto durará todo esto?", se decían. Incluso pensaron "saquemos la hoja para que el niño descanse" o "una vez que quitemos la hoja y el niño muera, también podremos morir tranquilos", pero la actitud final del padre, incansable, ciega y sorda a comentarios, súplicas, miradas, llantos de la madre y la tía, y al silencio y soledad en que incluso la abuela también finalmente cayó, no bastaron para convencerlo de no seguir adelante, y cada noche se despedía de ellas diciendo "duerman y descansen, yo mañana les aviso": ello aunque nadie más, salvo él mismo, quería ya saber cada mañana que la hoja aún se encontraba firmemente en el árbol.

Pero aún el invierno no dura para siempre y una mañana luego de estar un rato mas largo que el habitual frente a la ventana, el padre dijo:
- Hoy no sólo persiste la hoja... ha brotado otra.

La noticia en principio no fue bien recibida por la familia: "más agonía aún"..."¿cuándo terminará esto?"... pensaron o dijeron la madre y la tía.
Pero el padre, intuyendo estos negros pensamientos o palabras, agregó:
- El niño profetizó que moriría al caer la última hoja, ahora lo que corresponde es que empiece a revivir con el retoñar de los árboles.

Estas palabras en todos inflamó una luz de esperanza con brillo tan intenso, que encandiló sus sufridos cuerpos y un estremecimiento les trastornó de tal forma que si un extraño hubiese entrado entonces en la casa, no habría podido reconocer el delirio de la abuela y confundir a todos con locos.

En efecto, en los días sucesivos con cada hoja nueva que comenzaba a desenrollarse en su tallo, agradecida de la luz del sol, era como la vida misma que también a Lucas retornaba sin pausa ni retroceso, su respirar fue más profundo, su piel se entibió, el pálido terroso de la cara se esfumó paulatinamente, su susurrar se transformó en un quejido lánguido, su beber, con un mínimo gesto de aceptación del agua, dio paso a un degustar profundo y ansioso por el líquido. Finalmente sus ojos volvieron a visitar su entorno, su pieza, la cara de la madre, el llanto de la tía, la plácida rugosidad de la cara de la abuela cuando, asomada a su puerta, lo miraba sin hacer comentario alguno. Pero lo primero que buscó ver fueron los ojos, esos ojos de su padre, que eran más vida, más sol a medida que reflejaban su propia sanidad.

Lucas miró por la ventana y estuvo de acuerdo con su padre, al enterarse del prodigio de la hoja perenne por desconocida razón, de que si bien lo que habría correspondido es que la hoja y él muriesen en forma consecutiva, también era igualmente válido lo opuesto, vivir con el revivir de los árboles, contentándose mucho al saber de fe y sabiduría por su padre.
Un día Lucas reclamó sus revistas, atendió a su oso, que hubo de rescatar de muy debajo de unas ropas oscuras que se habían apilado en unos cajones de la casa y los ejércitos volvieron a sentir la mano de su comandante, y volvieron a desfilar brillantes, marciales, valientes, una vez más vivos.
Lucas finalmente recuperado se levantó y su primera visita fue al patio. Recorrió lenta y minuciosamente cada espacio, miró cada planta, olió la ruda, sacudió los cardenales para que liberaran su seco y profundo aroma, succionó algunos tallos de las campánulas de la madreselva y degustó su dulzor. Finalmente se paró frente al árbol que había marcado de modo tan intenso su vida y del cual había dependido que muriese y finalmente que hubiese sobrevivido. Lo vio desde el frente de su ventana, caminó hacia el, tocó su tronco retorcido, movió sus ramas al principio con algo de temor, que luego dio paso a una risa por el tonto recelo que le invadió en algún momento: "si se le cayeran las hojas"... "si yo mismo se las botara todas"...
Luego dio la vuelta al árbol y lo enfrentó por el lado de la pared, volteó la cabeza y se fijó en los ladrillos aún humedecidos del largo invierno, recorrió los distintos lugares que tan bien reconocía de esa pared; vio la casa de la araña, la barba del viejo dibujada en el cemento... entonces fue que una figura extraña, que no había visto antes, llamó su atención: "¿qué es eso?" -se preguntó- ¿qué es eso que no distingo bien?". Pasó su mano, como tratando de fijar mejor la imagen que no terminaba de entender. ¿Qué era? Entonces vio claro, entendió muchas cosas que hasta ahora le eran confusas.
En la pared, en un instante reconoció la figura extraña, era un dibujo borroso de cerca, por lo que supo había estado una larga permanencia pintada en la pared bajo el frío, la lluvia, la nieve, el viento, algo torpe pero claramente reconocible era el dibujo de una hoja de árbol, que de lejos, como colgando de una rama, parecía perfectamente viva.

Mirar la hoja allí dibujada, volver el rostro hacia la casa, ver fugazmente justo en el momento que veía retirarse presurosa como sorprendida en falta, la figura que le observaba desde su ventana y poder ya sin dudas reconocer, con una claridad que nunca volvería a tener en toda su vida, el hermoso color verde-luz-de-sol de los ojos de su padre, fue una sola y maravillosa visión.


WHITMAN Y BORGES: APUNTE DE LECTURA

En un frío y a ratos soleado día de este Abril, abandono una vez mas el curso lógico y primordial de mis actividades, según las necesidades y apremios cotidianos. No leo lo que debo, no pienso lo correcto, no cumplo con las tareas pendientes, acabo de embriagarme con la locura de Arkham Asylum y sigo... No ha sido suficiente. Voy a mi escritorio y me fijo en el libro. Tapas de cartón barato café, posiblemente reciclado que con el tiempo, un poco de sol o aire seco, empezará a resquebrajarse como barquillo, por las esquinas, por los bordes e irá desapareciendo paulatinamente, incluso una caída accidental podría quebrarlo como un vaso sobre el suelo. Burdamente compactado, de un color café opaco. Letras en negro sin adornos. Y por supuesto, lo más interesante y entrañable de su peculiar aspecto: Los bordes de las hojas, por donde debió pasar la guillotina para ordenar, emparejar y separar las hojas, son irregulares y se mantienen sellados como recuerdo de los pliegues originales, que impiden acceder al contenido de sus hojas. Impiden que sean leídas. Uno puede atisbar por el borde inferior o superior y descubrir algunas letras o números sin sentido y nada más. Me evocan claramente el triste destino de libros que nadie nunca leyó en años y años, que envejecieron ignorados, desconocidos, ajenos a los ojos y espíritus de posibles lectores, son libros no natos, muertos antes de nacer, abandonados apenas paridos de la imprenta. Tristes como todo lo que sin querer ha sufrido el abandono y la ignorancia de los demás.
Dice en su identificación:

Walt Whitman / Hojas de hierba.
Selección, traducción y prólogo de Jorge Luis Borges.

No recordaba los detalles. Hace 2 años y tres meses desde que lo compré (eso dice la oscura firma con que acredité para la posteridad, el momento en que lo adquirí) y no volví a preocuparme de él desde entonces hasta anoche, en que lo tomé del olvidado estante donde yacía. Lo abro y releo la autodedicatoria, Es mi pluma con tinta calipso que anotó:

"En la soledad de un 12 de Enero de 1999".

No recuerdo a qué soledad aludo. No puedo sentir el estado de ánimo con que escribí entonces. No evoco ni siento algo especial con tan, presuntamente, especial dedicatoria. Lo abro. Leo al azar

"... el aroma me embriagaría , pero no lo permitiré. "

Sigo hojeando. Me topo con unas hojas unidas.
Tomo el abrecartas, lo desnudo de su funda de suave cuero, observo su brillo, lo empuño y como un pequeño asesino me aproximo a una hoja cerrada, introduzco suavemente y deslizo el metal, que sin resistencia separa lo que hasta ahora estaba unido por un error, como delgados siameses con sus propias historias impropiamente intrincadas y las libero una de otra y expongo su contenido ante mis ojos.

"... Y todos éstos llegan a mí, y yo llego a ellos"

y en la hoja de enfrente leo:

"...and these tend inward to me, and I tend outward to them"

Y recuerdo de pronto frente a qué estoy. Mas bien dicho , como ya debe ser absolutamente claro, ante QUIENES estoy...
Si, se me presentan en cuerpo y alma; monumentales, impasibles, pero no menos sensibles y humanos, contradictoriamente humanos, Walt Whitman, el hombre universal, el que ríe, pleno de todos y cada uno de los hombres, festejando siempre y por otro lado el no menos inmenso, intenso, aunque insondablemente oscuro e íntimo Jorge Luis Borges; dueño de la mayor elegancia y aristocracia del lenguaje y capaz de recrear, interpretar o inventar incluso en ajena lengua las letras, palabras o frases mas hermosas imaginables, Recuerdo en efecto:

"... a lean and evil mob of moon coloured hounds ..."

Intraducible a menos que su mismo inventor lo haga.
Si, ahí está la perfecta mezcla de dos hombres creadores, esperando a que yo, con un cuchillo creado para segar el papel, vaya abriendo los estantes sellados donde yacen sus palabras, es decir ellos mismos y los libere para que puedan ir de nuevo contagiando su ser y saber a otros. Me enorgullece la tarea y en mi inevitable tendencia a ritualizar tantas cosas, me siento importante e incluso la humilde tarea de abrir estas hojas para que las hojas de hierba que contienen, se desparramen sin límite; me conmueve y da sentido a la inexplicable negativa con que te negué anoche el libro.
Ahora sabes porqué, ahora yo lo sé.


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