PROSA URBANA DE SANTIAGO DE CHILE
FRAGMENTOS
INÉDITOS
POR LUIS ARAYA
CORTÉS
Presentamos "La
Profecía" y "Whitman y Borges: Apunte de Lectura", dos
relatos breves de Luis Araya Cortés, escritor independiente; médico
especialista en neurología de un hospital público de Santiago.
LA PROFECÍA
Hubo, hace mucho
tiempo, en un lejano país de inviernos fríos y primaveras enérgicas,
primorosas aunque breves, un poblado lejos de todo, de casas pequeñas
que exhibían árboles frutales y jardines, de modo tan regular
como sus techumbres y ventanas.
En una de esas
casas vivía una familia compuesta por los padres; sencillos campesinos
de simple y ordenada vida dedicada al trabajo durante la semana y a la iglesia
los días Domingo. Gente de diálogo escaso comunicada con susurros.
La abuela obstinadamente viva días tras día, sentada o caminando
trabajosamente, veía pasar la vida no pudiendo participar mucho de la
misma, pues ésta iba más rápido de lo que ella podía
andar, y se escapaba a su vista y a su oído, por lo que la anciana se
llenaba su existencia con sus recuerdos de la vida de la vida misma; finalmente
había encontrado otra en ella misma, que se le presentaba envuelta en
recuerdos fragmentados y divertidamente confusos con sus padres y sus mayores,
hijos, nietos, religiosos y soldados que la visitaban a su arbitrio, lo que
ella anunciaba a la hora de la cena con sorprendido regocijo. Una tía,
hermana de la madre, quien desde siempre había vivido con ellos y que
nunca se casó, según se decía, pues su novio aviador se
estrelló contra las nubes un día que nadie sabe, entonces dedicando
su amor al hijo de su hermana, Lucas, un pequeño de siete años
de contextura endeble, aspecto retraído, mirada seria y tímida,
con lentes de grueso marco y poseedor de un oso tan viejo que ni pelaje tenía.
Lucas jugaba. Ordenaba ejércitos de centenares de tapas de cerveza o
tornillos que obedecían sus indicaciones, marchaban, guerreaban y se
convertían en héroes o morían según su suerte de
ese día.
La abuela acunaba una muñeca a la que confundía con la hija mujer
que nunca tuvo, por la cual sufría si se negaba a comer lo que a escondidas
lograba, con sorprendente agilidad, quitar de la mesa para llevárselo
al dormitorio, donde la esperaba su niña; secreto solo compartido con
Lucas.
Entre tanto, la madre escuchaba canciones de una tierra lejana que decía
era su país natal.
El padre descansaba en las tardes, recostado sobre la cama con un brazo tras
la cabeza y un cigarrillo en la otra, mirando siempre un punto enfrente de él,
en silencio, observado por el niño quien a su derecha se gozaba en observar
la amplia y limpia frente del padre, su hermosa y recta nariz y lo que más
gustaba al menor, sus ojos, grandes, limpios de mirar frontal, seguros, soñolientos
por conformación; ojos de un color que cambiaba entre el café
claro y transparente de la noche y el verde tenue del sol de la tarde, sobre
todo cuando Lucas se situaba al lado derecho de la cama donde su padre reposaba,
para ver la maravilla del primer tornasol motivado por el sol vespertino que,
en la mirada de su padre, se entretenía en descubrir.
La tía
al volver por las tardes de su trabajo lo hacía trayendo en sus manos
un dulce de miga o una revista para el menor. Siempre era igual. Así
fue por mucho tiempo, y solo la penuria de la pobreza inquietaba de tanto en
tanto a estos seres que aparte de esta asechanza, parecían tocados por
un hado protector. Así siguió siendo hasta que un día de
otoño Lucas se sintió enfermo. Primero ya no tuvo ánimo
de levantar sus ejércitos, y sus soldados quedaron abandonados y por
primera vez murieron de verdad. Su oso ya no vistió ropaje de pistolero
ni cabalgó sobre el dorso de la cama paterna que era su caballo preferido
y pareció enfermo de abandono, incluso sus lustrosos ojos de botón
perdieron el brillo. Finalmente ni las revistas de la tía pudieron atraer
la atención del niño y fue cuando la familia se preocupó.
Lucas ya no se
levantó. Y si antes su voz era escasa y tenue, ahora había que
ocasionar el silencio hasta en la habitación vecina para escuchar sus
breves palabras. Si siempre fue de comer poco, ahora ni con las caricias de
la madre y la tía sentía el ánimo de ingerir más
allá de unos pocos alimentos. Si bien antes fue solitario ahora parecía
escapado de todos.
Lucas debió
permanecer en cama: la misma que su padre construyó con maderas oscuras
y firmes que cortó, pulió y luego pintó para él,
y que crujía de un modo que regocijaba al menor. Para Lucas su cama tenía
un lenguaje propio, rico y variado que aprendió a conocer y desarrollar.
A veces era un barco. Si Lucas se volvía hacia la derecha un sonido lento
y sordo acompañaba sus movimientos, en cambio si se tornaba hacia la
izquierda el sonido era más breve y agudo. Babor y estribor fueron así,
una certeza para el niño mucho antes de saber siquiera que existían
las palabras para señalarlos. Parecía que la cama se comunicaba
con Lucas. Si la empujaba desde la cabecera un brusco y breve chasquido indicaba
que no le gustaba ser movida ni sacada de su sitio. En cambio, si el niño
se movía o mejor aún si saltaba sobre ella, un crujido suave y
murmurante parecía señalar la complacencia del mueble.
Pero ahora la
cama no hablaba tampoco, el niño no se movía, casi no pesaba,
casi no respiraba, casi no vivía, y el mueble de maderas oscuras así
parecía entenderlo acompañándolo con ese silencio respetuoso
y dolido.
La luz entraba
en la habitación de Lucas por la única ventana, que daba al patio
trasero de la casa. Allí crecían en desordenada disposición
un durazno, un ciruelo, unas cuantas matas de ruda, olorosos cardenales, invasoras
madreselvas, y un escaso y colorido musgo en los rincones más oscuros
y húmedos de la pared de ladrillos al extremos de la propiedad, que limitaba
la vista del menor cuando miraba hacia fuera. A veces, esos ladrillos apilados
también eran un juego para su imaginación; el cemento goteado
semejaba la cara de un anciano; el hueco entre ladrillos dejado por la caída
del pegamento era un espacio para la vivienda de un duende o de una araña
que tejía su tela y avisaba así su residencia, abierta a quien
viniera a tocar su puerta que engullía al visitante con avidez y sorprendente
rapidez, lo que siempre desencadenaba un sobresalto inicial que el niño
conocía de memoria, allí, en su habitación, siempre en
cama, enfermo sus días y noches, mirando por la ventana con las cortinas
siempre recogidas para permitirle la distracción de la visión
del patio.
Tanta fue la
conmoción ocasionada por la enfermedad del menor, que hasta la abuela
notó el cambio ocurrido en la casa y preguntaba a todos por el niñito
ese de la señora que vivía antes en la casa y que había
abandonado al irse hace muchos años dicha señora y que ella misma
había recogido y cuidado junto a su hija, que ahora la esperaba sola
en su habitación.
El padre de por
sí taciturno, se tornó aún más callado y solitario,
extrañaba la figura de su hijo a su lado las tardes de sol, aun sin decir
ni hacer nada por largo rato, simplemente mirando furtivamente de vez en vez
a su cara, actitud incierta que nunca entendió pero que sin saber por
qué le hacía tanto bien y ahora recordaba.
La madre ya casi
no escuchaba la música de su patria ni cuidaba bien de la casa. La tía
dejó de llevar dulces y revistas, o las guardaba esperando que alguna
vez Lucas se las pidiera de nuevo.
El tiempo pasaba
lento para la familia, ahora perceptible como el sonido del tictac del reloj:
monótono, persistente, angustiante, sobre todo con el silencio que no
dejó lugar de la pequeña casa sin invadir. Día tras día,
semana tras semana la situación solo empeoraba.
Un día
el pequeño se vio mas activo, se movió un poco en la cama y en
su cara morena ahora de un tinte terroso, brillaron brevemente sus oscuros ojos.
Habló y debió repetir sus palabras, pues en principio nadie las
entendió. Quizás hubiera sido mejor no escucharlas pues cuando
se le acercaron y amorosamente le pidieron que les hablara de nuevo, dijo el
niño:
- Cuando caiga la última hoja del árbol del patio me voy a morir.
El silencio que
siguió a esta declaración partió del menor quien no dijo
nada más. Pareció descansar después de esta noticia que
comunicaba a su familia. Ya no tendrían que seguir esperando y esperando
sin ninguna certeza ni claridad... ahora sabían qué pasaría
y cuándo. Fue un gran alivio para el niño no hacer sufrir mas
a sus padres, tía y abuela con esa incertidumbre dolorosa en que se encontraban.
Los padres callaron,
ya no quedaban palabras en su escaso lenguaje verbal que no guardara relación
con el niño, y si él declaraba que iba a morir no había
razón para decir más nada, salvo quizás rezar o hablar
con Dios en el silencio de sus doloridos corazones.
La tía
sufrió también en silencio, qué más le quedaba decir,
si siempre toda su vida había sido palabras, gestos cariñosos
y obsequios para Lucas. Y si él declaraba que ya no estaría más,
tampoco encontró razones para decir más.
La abuela sí
dijo algo. Preguntó por qué todos se quedaban en silencio o si
era que ella se había vuelto definitivamente sorda.
El otoño
siguió avanzando. Día a día, el frío, el viento,
las ocasionales y tempranas lluvias que los padres desesperados hubieran querido
impedir, visitaban el patio y se llevaban consigo las últimas flores
del cardenal y de la madreselva y las hojas del ciruelo y del durazno. De igual
modo Lucas decaía progresiva pero apaciblemente; sin duda la actitud
del chico afirmaba su profecía.
El silencio doloroso,
la pena, la desesperación de cada ser de esta familia eran también
progresivos; cada día al levantarse miraban con disimulo y ansiedad al
patio. Al principio recogían las hojas en un afán inexplicable
por saber cuántas hojas habían caído de un día para
otro, luego lo dejaron, pues el dolor era más intolerable con esta práctica:
cada hoja en el suelo eran horas, días, semanas, meses, años menos
de vida de Lucas. Reemplazaron la práctica por el mirar las hojas que
quedaban aún en los árboles. Esto les alivió al principio
pues la imposibilidad de contarlas o saber cuáles habían caído
la noche anterior, alentaba la idea de que verdaderamente no habían caído
mas hojas y sus esperanzas renacían. Pero finalmente debieron rendirse
ante las evidencias; un día, sin proponérselo al primer golpe
de vista ya sabían cuántas hojas quedaban. Ayer 15, hoy sólo
12 y la salud de Lucas cada vez peor.
Llegó
un amanecer que ninguno habría querido ver. Ese día quedaban sólo
dos hojas en el ciruelo del patio, y si bien nadie lo expresó, todos
lo pensaron sin dudas. Mañana caen las últimas hojas; mañana
mi hijo, mi sobrino, mi todo, mi vida, mañana se muere.
Nadie durmió
esa noche, todos velaron en silencio y sufrimiento alrededor de la cama de Lucas,
como si hubiesen querido espantar al fantasma de la muerte o impedir que el
niño cumpliera al fin su profecía.
Amaneció
de nuevo y ninguno miró ni a la cama ni al patio. Sólo largo rato
después que aclaró el padre se asomó a la venta. Luego
de permanecer en silencio y sin moverse, desde allí mismo, susurró
algo y todos escucharon como si fuesen ciegos o estuviesen en otro lugar y necesitasen
que alguien les contara lo que allí ocurría:
- Aún queda una hoja -dijo.
Un mínimo
movimiento ocurrió en los que velaban. Un cierto relajo, una tímida
sonrisa. Un suspiro casi como un quejido rompió el silencio de semanas
de la madre. La tía casi volvió a pensar dónde había
guardado las revistas que tenía para Lucas. La abuela siguió un
tanto perpleja estos afanes de los demás, pero reiteró que anoche
la volvieron a visitar dos sacerdotes capuchinos que habían preguntado
por el dueño de casa, respondiéndoles ella que vinieran en la
mañana pues ahora no se encontraba. Y que ellos se habían retirado
muy caballerosamente a sus cuarteles cantando salmos como lo hacían siempre
que su padre les invitaba a la casa. Esta vez casi hubo sonrisas ante las aseveraciones
luego de los últimos días en que nadie tomaba en cuenta los avisos
de la abuela.
Pero llegó
de nuevo la noche y todos volvieron a sentir el mismo apremio y angustia de
la noche precedente, si bien nadie lo manifestó, todos sintieron que
si bien habían ganado un día, ya mañana no sería
igual porque el final que esperaban con desesperación al fin llegaría.
Amaneció
otra vez y de nuevo fue el padre quién se movió primero, sin ver
hacia la cama, fue a la ventana, se asomó y en un instante anunció:
- La hoja aún está en el árbol.
Paradojalmente,
en vez de alegrarse, la primera reacción de la familia fue pensar: "No
puede ser, la hoja tiene que haber caído", y sólo un rato
después sintieron que la alegría retomaba un espacio en sus vidas
y en sus rostros, se miraron y sonrieron, incluso la tía preguntó
a la abuela:
- ¿Y quién vino a visitarla anoche?
La abuela no respondió porque no escuchó la pregunta, pero ello
no importó a nadie, porque todos se hundieron en sus propias reacciones.
Inútil
sería contar las innumerables noches y amaneceres posteriores que siguieron
a estas dos primeras. Cada día, al amanecer, el padre levantándose
primero, invariablemente afirmaba la persistencia en el árbol de esa
última hoja, que impedía que se cumpliera la profecía.
El resto del
otoño terminó así de suceder.
Llegó
el invierno y el mayor frío, viento y lluvias, incluso algunas nevazones,
trajeron a la familia de nuevo el sobresalto a veces tan intenso como el de
los días previos a la última hoja. Pero esta última hoja
era fuerte, sorprendentemente resistente, tanto que llegó a ser fama
en el pueblo este prodigio, incluso algunos vecinos se asomaban disimuladamente
y con respeto casi religioso al patio para ver la hoja. O bien, al pasar, señalaban
con un dedo respetuoso hacia la casa, comentando con los afuerinos que allí
en esa casa hay una hoja prodigiosa que no ha caído con el rigor del
invierno, salvando milagrosamente la vida del pequeño Lucas, "quien,
según la profecía, vivirá en tanto esa hoja no caiga del
árbol, mire usted".
Pero si bien
la hoja no cayó y el niño no murió, tampoco dio señas
de mejorar y el dolor y la angustia volvieron a tomar su lugar en la familia,
incluso la abuela no tuvo más visitas, y si alguien la venía a
ver, se iba sin decirle nada.
Hubo ocasiones en que el padre no estaba seguro de si la hoja había permanecido
esa noche en su sitio, a veces la oscuridad más intensa de las noches
mas largas del invierno, el amanecer brumoso le dificultaba el poder avisar
la noticia a la familia. Nada de eso era agradable y el sufrimiento fue haciendo
mella en cada uno de ellos.
La madre descuidó la cocina y ya no escuchó música de su
país y era casi seguro que no recordaba bien su lugar natal.
La tía descuidó su trabajo y ya no trajo mas revistas, diciéndose:
"¿qué saco?...si Lucas ya no lee y a lo mejor le hace mal
y sufre si le sigo contando cuántas revistas le tengo, que no podrá
leer..."
Sólo la abuela siguió con cierta vitalidad que le prestaba su
desconexión con los hechos cotidianos que embargaban a los demás.
El padre mismo perdió la brillantes y transparencia de sus ojos y ya
no hubo verde con el sol de la tarde, y solo un gris-dolor-por-el-hijo tiñó
sin alivio sus pupilas.
- "¿Cuánto durará todo esto?", se decían.
Incluso pensaron "saquemos la hoja para que el niño descanse"
o "una vez que quitemos la hoja y el niño muera, también
podremos morir tranquilos", pero la actitud final del padre, incansable,
ciega y sorda a comentarios, súplicas, miradas, llantos de la madre y
la tía, y al silencio y soledad en que incluso la abuela también
finalmente cayó, no bastaron para convencerlo de no seguir adelante,
y cada noche se despedía de ellas diciendo "duerman y descansen,
yo mañana les aviso": ello aunque nadie más, salvo él
mismo, quería ya saber cada mañana que la hoja aún se encontraba
firmemente en el árbol.
Pero aún
el invierno no dura para siempre y una mañana luego de estar un rato
mas largo que el habitual frente a la ventana, el padre dijo:
- Hoy no sólo persiste la hoja... ha brotado otra.
La noticia en principio no fue bien recibida por la familia: "más
agonía aún"..."¿cuándo terminará
esto?"... pensaron o dijeron la madre y la tía.
Pero el padre, intuyendo estos negros pensamientos o palabras, agregó:
- El niño profetizó que moriría al caer la última
hoja, ahora lo que corresponde es que empiece a revivir con el retoñar
de los árboles.
Estas palabras
en todos inflamó una luz de esperanza con brillo tan intenso, que encandiló
sus sufridos cuerpos y un estremecimiento les trastornó de tal forma
que si un extraño hubiese entrado entonces en la casa, no habría
podido reconocer el delirio de la abuela y confundir a todos con locos.
En efecto, en los días sucesivos con cada hoja nueva que comenzaba a
desenrollarse en su tallo, agradecida de la luz del sol, era como la vida misma
que también a Lucas retornaba sin pausa ni retroceso, su respirar fue
más profundo, su piel se entibió, el pálido terroso de
la cara se esfumó paulatinamente, su susurrar se transformó en
un quejido lánguido, su beber, con un mínimo gesto de aceptación
del agua, dio paso a un degustar profundo y ansioso por el líquido. Finalmente
sus ojos volvieron a visitar su entorno, su pieza, la cara de la madre, el llanto
de la tía, la plácida rugosidad de la cara de la abuela cuando,
asomada a su puerta, lo miraba sin hacer comentario alguno. Pero lo primero
que buscó ver fueron los ojos, esos ojos de su padre, que eran más
vida, más sol a medida que reflejaban su propia sanidad.
Lucas miró
por la ventana y estuvo de acuerdo con su padre, al enterarse del prodigio de
la hoja perenne por desconocida razón, de que si bien lo que habría
correspondido es que la hoja y él muriesen en forma consecutiva, también
era igualmente válido lo opuesto, vivir con el revivir de los árboles,
contentándose mucho al saber de fe y sabiduría por su padre.
Un día Lucas reclamó sus revistas, atendió a su oso, que
hubo de rescatar de muy debajo de unas ropas oscuras que se habían apilado
en unos cajones de la casa y los ejércitos volvieron a sentir la mano
de su comandante, y volvieron a desfilar brillantes, marciales, valientes, una
vez más vivos.
Lucas finalmente recuperado se levantó y su primera visita fue al patio.
Recorrió lenta y minuciosamente cada espacio, miró cada planta,
olió la ruda, sacudió los cardenales para que liberaran su seco
y profundo aroma, succionó algunos tallos de las campánulas de
la madreselva y degustó su dulzor. Finalmente se paró frente al
árbol que había marcado de modo tan intenso su vida y del cual
había dependido que muriese y finalmente que hubiese sobrevivido. Lo
vio desde el frente de su ventana, caminó hacia el, tocó su tronco
retorcido, movió sus ramas al principio con algo de temor, que luego
dio paso a una risa por el tonto recelo que le invadió en algún
momento: "si se le cayeran las hojas"... "si yo mismo se las
botara todas"...
Luego dio la vuelta al árbol y lo enfrentó por el lado de la pared,
volteó la cabeza y se fijó en los ladrillos aún humedecidos
del largo invierno, recorrió los distintos lugares que tan bien reconocía
de esa pared; vio la casa de la araña, la barba del viejo dibujada en
el cemento... entonces fue que una figura extraña, que no había
visto antes, llamó su atención: "¿qué es eso?"
-se preguntó- ¿qué es eso que no distingo bien?".
Pasó su mano, como tratando de fijar mejor la imagen que no terminaba
de entender. ¿Qué era? Entonces vio claro, entendió muchas
cosas que hasta ahora le eran confusas.
En la pared, en un instante reconoció la figura extraña, era un
dibujo borroso de cerca, por lo que supo había estado una larga permanencia
pintada en la pared bajo el frío, la lluvia, la nieve, el viento, algo
torpe pero claramente reconocible era el dibujo de una hoja de árbol,
que de lejos, como colgando de una rama, parecía perfectamente viva.
Mirar la hoja
allí dibujada, volver el rostro hacia la casa, ver fugazmente justo en
el momento que veía retirarse presurosa como sorprendida en falta, la
figura que le observaba desde su ventana y poder ya sin dudas reconocer, con
una claridad que nunca volvería a tener en toda su vida, el hermoso color
verde-luz-de-sol de los ojos de su padre, fue una sola y maravillosa visión.
WHITMAN Y BORGES: APUNTE DE LECTURA
En un frío
y a ratos soleado día de este Abril, abandono una vez mas el curso lógico
y primordial de mis actividades, según las necesidades y apremios cotidianos.
No leo lo que debo, no pienso lo correcto, no cumplo con las tareas pendientes,
acabo de embriagarme con la locura de Arkham Asylum y sigo... No ha sido suficiente.
Voy a mi escritorio y me fijo en el libro. Tapas de cartón barato café,
posiblemente reciclado que con el tiempo, un poco de sol o aire seco, empezará
a resquebrajarse como barquillo, por las esquinas, por los bordes e irá
desapareciendo paulatinamente, incluso una caída accidental podría
quebrarlo como un vaso sobre el suelo. Burdamente compactado, de un color café
opaco. Letras en negro sin adornos. Y por supuesto, lo más interesante
y entrañable de su peculiar aspecto: Los bordes de las hojas, por donde
debió pasar la guillotina para ordenar, emparejar y separar las hojas,
son irregulares y se mantienen sellados como recuerdo de los pliegues originales,
que impiden acceder al contenido de sus hojas. Impiden que sean leídas.
Uno puede atisbar por el borde inferior o superior y descubrir algunas letras
o números sin sentido y nada más. Me evocan claramente el triste
destino de libros que nadie nunca leyó en años y años,
que envejecieron ignorados, desconocidos, ajenos a los ojos y espíritus
de posibles lectores, son libros no natos, muertos antes de nacer, abandonados
apenas paridos de la imprenta. Tristes como todo lo que sin querer ha sufrido
el abandono y la ignorancia de los demás.
Dice en su identificación:
Walt Whitman
/ Hojas de hierba.
Selección, traducción y prólogo de Jorge Luis Borges.
No recordaba
los detalles. Hace 2 años y tres meses desde que lo compré (eso
dice la oscura firma con que acredité para la posteridad, el momento
en que lo adquirí) y no volví a preocuparme de él desde
entonces hasta anoche, en que lo tomé del olvidado estante donde yacía.
Lo abro y releo la autodedicatoria, Es mi pluma con tinta calipso que anotó:
"En la soledad
de un 12 de Enero de 1999".
No recuerdo a
qué soledad aludo. No puedo sentir el estado de ánimo con que
escribí entonces. No evoco ni siento algo especial con tan, presuntamente,
especial dedicatoria. Lo abro. Leo al azar
"... el
aroma me embriagaría , pero no lo permitiré. "
Sigo hojeando.
Me topo con unas hojas unidas.
Tomo el abrecartas, lo desnudo de su funda de suave cuero, observo su brillo,
lo empuño y como un pequeño asesino me aproximo a una hoja cerrada,
introduzco suavemente y deslizo el metal, que sin resistencia separa lo que
hasta ahora estaba unido por un error, como delgados siameses con sus propias
historias impropiamente intrincadas y las libero una de otra y expongo su contenido
ante mis ojos.
"... Y todos
éstos llegan a mí, y yo llego a ellos"
y en la hoja de
enfrente leo:
"...and
these tend inward to me, and I tend outward to them"
Y recuerdo de
pronto frente a qué estoy. Mas bien dicho , como ya debe ser absolutamente
claro, ante QUIENES estoy...
Si, se me presentan en cuerpo y alma; monumentales, impasibles, pero no menos
sensibles y humanos, contradictoriamente humanos, Walt Whitman, el hombre universal,
el que ríe, pleno de todos y cada uno de los hombres, festejando siempre
y por otro lado el no menos inmenso, intenso, aunque insondablemente oscuro
e íntimo Jorge Luis Borges; dueño de la mayor elegancia y aristocracia
del lenguaje y capaz de recrear, interpretar o inventar incluso en ajena lengua
las letras, palabras o frases mas hermosas imaginables, Recuerdo en efecto:
"... a lean
and evil mob of moon coloured hounds ..."
Intraducible
a menos que su mismo inventor lo haga.
Si, ahí está la perfecta mezcla de dos hombres creadores, esperando
a que yo, con un cuchillo creado para segar el papel, vaya abriendo los estantes
sellados donde yacen sus palabras, es decir ellos mismos y los libere para que
puedan ir de nuevo contagiando su ser y saber a otros. Me enorgullece la tarea
y en mi inevitable tendencia a ritualizar tantas cosas, me siento importante
e incluso la humilde tarea de abrir estas hojas para que las hojas de hierba
que contienen, se desparramen sin límite; me conmueve y da sentido a
la inexplicable negativa con que te negué anoche el libro.
Ahora sabes porqué, ahora yo lo sé.
FRAGMENTOS INÉDITOS de Luis Araya Cortés
PROSA Y POESÍA DE SANTIAGO DE CHILE
Selección de escritores.cl
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