Luciano Díaz


Boston
                     Y Boston me llamaba.
Me llamaba y me ofrecía su puerto,
su pescado, su té.
Los adoquines querían que mis pies se posaran sobre ellos
para sentir la cadencia de mi movimiento,
para que mi figura se llenara de aire marino,
esa brisa que le hace falta al hombre.
Aquella ciudad de alguna manera supo
que yo necesitaba el mar con su brisa salina
y así, sus avenidas estuvieron absolutamente calmas
para recibir a este nómada.
La metrópolis fue atenta
con este tímido idealista
que vino, hizo lo suyo y se fue.
Pero Boston me lanzó un desafío
que aún no comprendo:
sin bofetear mi rostro
me quitó algo valeroso
que todavía debe estar arrojado en algún callejón
de aquella ciudad marina.
Ya volveré algún día y ajustaremos cuentas.
Pero la ciudad quedó en mi memoria
como el paisaje:
levantada junto al mar
en una tela llena de colores e historia
y unos ojos verde-trébol
en un domingo de primavera
en la neblina entrante.
                     
                     
 

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