Ramón Sepúlveda


LA GATA EN EL TREN CREPUSCULAR

(Capítulo de la novela Aventuras con La Tigresa)

 

Miércoles 21, cuatro y cuarentaycinco de la tarde. Central Station, Montreal. Había llegado antes que ella. Finalmente habíamos decidido que viajaríamos en tren. Era lo que yo proponía por todo el romance que tiene el tren. «Sale mas barato que el avión», le dije a La Tigresa, ignorando que esto implicaba una noche mas de hotel y que venía a redondear el costo con el del pasaje aéreo.

 

--Se de tu "fear of flying"-- contestó la Gata--. Está bien, nos vemos en la estación.

 

La compañía paga por primera clase que incluye aperitif, cena con vino y liqueur. Para disimular mi premura agarré el Globe and Mail y lo hojeé sin leerlo. Llevaba un pequeño maletín con una muda de camisa, dos pares de calzoncillos y un par de boxer shorts para dos días, pensando en no se qué, pero sólo un par de pantalones. Hoy no se usaba mas la corbata, gracias a Dios. La única chaqueta que llevaba era la que vestía, hecha de una suerte de material sintético para la lluvia, la temperatura cercana a cero y de color azul marino, hoy estas chaquetas eran mas caras que las de tweed. Llevaba también algunas fotocopias para la conferencia, y lo necesario para afeitarse y lavarse los dientes. Eso era todo. Muy práctico: viajar con lo mínimo menos en ropa interior.

 

Aún no veía a la felina por ningún lado. Salí de la sala y me senté en una de las asientos cerca de la puerta numero tres, de allí podía ver la entrada. Faltaban cinco minutos para que el tren saliera, y ya nos habían llamado: -- «Passengers to Toronto, please board at gate number 3. Last call»-- cuando veo a La Tigresa entrar corriendo seguida de cerca por un niñito de unos siete años, mas atrás Kevin y una preciosa gatita de tres años en brazos. La mamá Gata sabía vestirse: llevaba un impermeable verde oliva claro, ése pelo encendido, labios cereza, y un pañuelo al cuello con visos naranjas, y otros colores que coordinaban con su pelo rojo, el verde del sobretodo, y los ojos de gata. Había recogido el boleto antes, así que de un suspiro se despidió de su familia, abrazó al muchachito, a la pequeñita que le pedía no se que cosa. Un gran beso para el hombre Kevin quien me pareció por un instante el tipo mas suertudo de Montreal. La gata me había visto, eso lo se. Me quité las gafas y las puse en mi bolsillo. Rápidamente me acerqué, le di el hola y chao al Kevin y sus children, God, why do I feel so guilty? La suerte que por lo menos yo había llegado sólo, que mi despedida había sido muy corta en casa. Era un viaje de apenas dos días. La Gata y yo, como buenos colegas abordamos a través de la puerta 3 hablando de la conferencia.

 

La primera clase del Via Rail es muy decorosa: mullidos sillones de cuero verde oscuro, amplio espacio para los pies, ventanas con cortinas, faroles semioscuros y música suave, no la mía pero como era suave, era fácil de ignorar. La tigrilla se sentó a mi lado a escasas pulgadas de mi aliento y me permitió olerle su pelo. El pañuelo multicolor al cuello le cubría el escote y parte de su blusa negra de cuello redondo pero recatado. Pantalones de lana negro y zapatos cómodos, una cartera business type, y la pequeña valija que yo diligentemente había dispuesto en el compartimento de arriba, junto con aquel impermeable de tela tan suave. Tomar y oler sus prendas me daba un placer fetichista, pero aún no lograba borrar de mi mente a su preciosa familia en la estación. La Gata hablaba la lengua neutra de los negocios, del trabajo, pero tenía esa costumbre de acercarse a mi hombro, de entrar en mi espacio circundante, siempre dando una sensación de intimidad. Era su costumbre, no había que tomárselo en serio. Del brazo del asiento abrí la mesita plegable porque el conductor nos había ofrecido un trago. La Tigresa pidió un black russian, y yo típicamente un scoth straight, no ice, nothing. El sabor como de almendras sin azúcar era lo que me gustaba.

 

Cuando la pelirroja se paró al baño, saqué la botella de mi maletín, se la entregué al conductor y le pedí que fuera ése el vino que nos sirviera con la comida. Para sellar el arreglo le di diez dólares. Es que sabía de lo precario que puede ser el vino canadiense.

 

--Exijo la ventana --mandó la Gata de vuelta, y me levanté inmediatamente haciendo un gesto de cortesía exagerada y cómica para darle el paso.

 

Nunca dejará de sorprenderme como es que La Gata está siempre dirigiendo todo: la conversación, cuando y que pedir, que mirar, todo. Esa voz de mando que tiene, pastosa y de miel, hace que nunca suene agresiva, pero si la voz de alguien que sabe lo que quiere. Me apoyo en ella para esconder mi ineptitud, para ser el seguidor, que es lo que mas me acomoda con ella. No es que sea pasivo, porque a ella le digo lo que no le digo a nadie, pero prefiero no equivocarme, eso me desconcertaría. La Tigresa me hablaba de su niños, de que al pequeño le gustaba el fútbol, que Kevin lo había metido en un club «¿te gustaría entrenar a niñitos?» ¿Como? Gata ¿con que cara? como me iba a sentir viendo a Kevin dos veces por semana, Gata ¿estás loca? Pero que no me quedaría tiempo, Gatita, tengo que sacar una novela este año ¿sabías? era lo que había dicho. Su hijita, también caritegata, estaba aprendiendo a patinar y se entretenía bastante. Ella misma había hecho mucho de patinaje, incluso participado en competencias de velocidad. Hoy lo hacía poco, mas que nada eso de patines en línea y en el verano. Eso explica la perfección de tus piernas, los glúteos, la cintura, pero solo dije, «así te mantienes en forma ¿no?» ¿Quería salir a patinar con ella, ahora que venía la primavera? No Gata, tú y tus locuras. Que no ves que que iba a pensar Kevin. Soy hombre cuidadoso.

 

--C'mon, lover, come with me --dijo la gata con voz entusiasta--. I'll teach you.

 

Le había contado demasiado a esta tigresa. Ella sabía de mis costalazos en el hielo, el invierno aquel con La Leona y el canal Rideau en la Universidad de Ottawa. Sabía del chocolate caliente après le patinage que nos servíamos, transpirando con La Leona, y como después, todavía sudorosos me examinaba las hematomas y me seducía. Sabía que no había logrado aprender nunca a patinar. La Tigresa añadió:

 

--Then I'll check your bruises, and you'll check mine.

 

Gata tan cómica era difícil hallar. Qué moraduras le iba a revisar yo, si era como se veía: una atleta de competencia, seguro no se tumbaba nunca.

 

--¿Me dejas examinarte las yayas en cualquier parte de tu cuerpo? --dije atrevido y sonriente.

 

--En todas --dijo la gata--. Siempre que no te saques los guantes de patinaje.

 

Pero no lo haría. No me atrevería a salir con ella y demostrar mi completa falta de habilidad en un deporte que era para bailarines con gracia y coordinación.

 

Las ventanas teñían de rojo el interior de carro. Un enorme sol se perdía al poniente recordándome que la primavera venía. Ya eran cerca de las siete y todavía quedaban rayos de sol crepusculares. En los campos aún se divisaban manchones de nieve y posas de agua filtrándose en la pradera. Esta tierra era tan fértil como sedienta. Había algo de magia en ese interior bañado de color fuego y el pelo anaranjado de La Tigresa. Me preguntaba si así se construían las memorias, o quizá era el scotch que me dejaba tan susceptible.

 

La cena llegó, y como La Gata estaba contra la ventana, me levanté y me senté frente a ella. Era mas íntimo mirarle la cara de frente y verla sorber el rojo del vino en labios que hasta ahora me habían esquivado. Las bandejas estaban muy bien presentadas. Yo había pedido roast beef y me sorprendía que fuera realmente tan sabroso. No había mucha variedad en el menú, pero lo que servían era muy atractivo. La Gata, siempre atenta a su figura había pedido el salmón ahumado, servido en un lecho de arroz y múltiples aliños. El salmón estaba adornado con almendras y una suerte de salsa que desconozco.

 

--I know, white and fish-- dijo la tigresa--. Pero conmigo es el tinto for ever.

 

--Eso es del siglo pasado, felina. Hoy los vinos son más flexibles, van con todo--. Dije esto y le guiñé un ojo--. Me encanta verte sorber una copa bordeaux en esos labios de princesa.

 

--¿Has estado leyendo tus poetas otra vez?

 

--Mi adorable tigresa, no son palabras prestadas. Es lo que me haces sentir --le dije y me hice una cruz en el pecho--. No minimices mis cumplidos, que los siento de verdad --añadí, haciendo un puchero con la boca y los ojos.

 

La Gata sonrió y por primera vez en años me pareció un gesto de timidez, de modestia. Yo seguía descubriendo detalles que me fascinaban en esta mujer. Ahora adivinaba un suave rubor en esas mejillas de pecas imperceptibles. Era mínimo, pero decidor. Si la mesa no hubiese estado de por medio y esta fuera una película de tercera, me hubiera acercado y le habría besado esos labios de guinda, y ella cerraría esos ojos con sus pestañas marrón y me tocaría con sus manos suaves mi cutis con rasura añeja. Los violines habrían interferido discretamente y un piano líquido los reemplazaría. En cambio, el conductor apareció sonriente y preguntó:

 

--Est-ce que tout est' a votre goût?

 

--This red is not bad --contestó la Gata--. ¿What kind is it?

 

El conductor la sorprendió de verdad, dijo que el vino era chileno, que tenía un nombre impronunciable, pero que ya volvía con la botella. La Gata y yo nos reímos con gana. De años le hablaba del vino tinto de ése exótico y rocoso país, de la gracia del parrón en mi patio de niño, del calor seco y la cachelespá. Para la Gata no había nombre más bello que «The Vineyard of the Sea», que era donde yo pasaba los veranos en casa de mi tía, pero Gata, no había viñas en el mar. Era la metáfora la que amaba, y que siempre le hacía pensar en pescado guisado con gusto, mariscos y vino tinto, aunque se recomendara el blanco. tigresa, me gustan tus imágenes, solo que sirven para construir estereotipos y lo de Chile no era todo romance.

 

El conductor volvió con la botella de Casillero del diablo, diciendo que era un tinto excelente, que a muchos les encantaba. Le guiñé el ojo, él rellenó las copas y limpiando la botella con su paño blanco, nos la dejó en la mesa. Era un gesto de amistad, un reconocimiento que su sentido para la oportunidad era impecable. Se había ganado bien las diez lucas.

 

--No me digas, lover, ¿desde cuando que Via Rail sirve Casillero?"

 

Me delaté con mi regocijo. Estaba encantado de verle los ojos reír a la Gata, de ver ése entusiasmo. Me felicité por haber tenido tal ocurrencia en la misma Central Station, en el tremendo mall subterráneo que conectaba con Place Ville Marie. ¿Cuántas veces me había quedado solo en la intención. Era de esas ocasiones en donde el gesto había producido el efecto deseado, y que se había apreciado mas de lo que me esperaba. De ahora en adelante respondería siempre a mis impulsos por sorprenderla. Pero en cuanto a sorpresas en estos dos días no estaba todo escrito todavía. La gata se paró de su asiento y me plantó uno de sus besos en la mejilla y me tiró la oreja como a un colegial del año cuarenta.

 

La noche había entrado también por la ventana. Lucecillas intermitentes se divisaban de lugares incógnitos. El rubor de La Tigresa se había quedado en las mejillas. Era el liqueur, era el Casillero, era la compañía, no lo sé. Mi conductor compinche le había servido a ella un Contreau, y yo, todavía alejándome de la dulzura del azúcar había pedido brandy. Había tomado mas alcohol que de costumbre y me alegraba sentirme tan a gusto con ella. Una vez que los platos y las bandejas desaparecieron, yo me había quedado en el asiento frente a La Tigresa. Dándole dos golpecitos al asiento contiguo al de ella me ordenó que me sentara a su lado.

 

Finalmente el túnel de luces hizo destellar el tren y todo afuera era ciudad. Los edificios que habían empezado a florecer, el tráfico, la vida de esta ciudad tan limpia y ágil nos invadía por ambos lados del convoy. La suerte que la Union Station también estaba en pleno corazón de Toronto

 

 

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