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Puig


-¡Observen este juego amiguitos, ahora, después de tanto, lo he aprendido!- exclamé a los niños que pasaban, mientras practicaba en piernas y brazos los movimientos de un payaso de la televisión.
Ellos se detuvieron a mirarme.
-Sí señor -dijo la niña-, te mueves como el payaso Puig.
Cuando camino por las calles veo ese agitar de gentes lamiendo sus pálidas encías de palabras sin sentido me pregunto si hay algo que yo pueda hacer por gente así que son como yo si ni siquiera yo mismo puedo en verdad hacer algo por mí ni cuando ocasionalmente mi espíritu pueda elevarse un poco y ponderar como han de hacerse bien las cosas en las cuales he asomado la nariz inmediatamente froto un dedo debajo de ella y doy media vuelta pero bueno con
los niños es todo muy distinto a mí siempre me ha agradado la risa de los niños sí que me gustan mucho y por eso me detuve y porque me di cuenta además del aspecto triste de la fiesta los niños a un lado y los mayores en otro no era agradable para mí y es verdad que mi exterior tampoco lo es pero a los niños parece no importarles por lo demás no existe alguien enteramente agradable en este mundo ni mamá lo es porque ella desde hace mucho tiempo que actúa como si fuese una víctima mía y es un fastidio al menos que haya razones para comportarse así pues me dijo que era cierto lo que había dicho el obispo eso que al fin y al cabo yo había caído del cielo pero que se le había olvidado terminar la frase dijo y es que yo había caído como un castigo y aquello me dejo frito ya que se perfectamente lo que significa la palabra castigo y también entiendo lo que soy tal vez tanto como ella entiende lo que es pero no comprendí la comparación que yo era un castigo y como no sé de qué se trata no puedo remediarlo sin embargo finalmente ese día sentí culpa de ser su hijo porque se puso a llorar tirada sobre su cama más de lo que yo mismo acostumbro.
Dejé de pensar en mamá.
Mis piernas todavía mantenían el ritmo y lo hacían también los brazos; había aprendido el paso de memoria y a la perfección, es decir, con el mismo encanto de Puig.
-Mírenme, es un buen ejercicio -dije.
-Pues así es -dijo el niño.
-Entonces intentemos bailar los tres a la vez como en una coreografía.
-No sé –dijo la niña- quizás en el jardín, es más seguro, además, puede resultar ridículo bailar en la calle.
Abrimos el portón de madera y entramos en el jardín. El jardín estaba despejado en un extremo, y en el otro se encontraban varias parejas sentadas alrededor de una mesa. Platicaban seriamente, y parecían no darse cuenta de nuestra presencia.
Comenzamos a bailar. Pero no bailamos mucho tiempo, los niños aprendieron el paso con suma rapidez y pronto parecieron aburrirse y me pedían que les enseñase algo nuevo.
-Ese es el único paso que conozco.
-Bueno, entonces no bailaremos más hasta que sepas otro -dijo la niña mirándome a los ojos con una extraña sonrisa.
-¿Quieres que te traiga un trozo de pastel de manzana mientras recuerdas otro paso? -me preguntó el niño- yo comeré.
-Sí -le dije.
-Bien -dijo la niña-, yo iré por mientras un momento con los padres.
Los adultos seguían sentados en la mesa y entonces exploré un rincón del jardín donde estaban las grosellas rojas y volví al mismo lugar con un puñado. El niño me esperaba con el pastel.
-Aquí está tu pastel.
-Gracias. Jamás he probado un pastel de manzana.
Abrí la boca para darle una buena mordida pero el niño me interrumpió justo cuando comencé a contraer la lengua y a juntar la mandíbula.
-¿Qué, no te quitarás la máscara para comer?
-No, siempre la llevo conmigo, es mi cara verdadera.
El niño sonrió y pareció no creerme pues pellizcó mi rostro y vio que era un verdadero rostro.
-Correr, correr, todos correr –gritó.
Me senté en la vereda para terminar de comer el pastel de manzana. Era muy dulce, estaba rico. Pero aunque el pastel con su crema inundaban toda mi boca, y con la lengua degustaba toda su dulzura, no pude borrar la amargura que colmaba mi garganta.