Antología de Cuentos breves

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EL TRAIDOR
Hugo Valenzuela R.

“entonces conocerán la verdad, y la verdad los hará libres”

-Juan 8, 32 -

Corrí a la prisión para ayudarlo. En estos tiempos, los juicios a los traidores son rápidos y el resultado es siempre el mismo: la muerte. La corte marcial se reuniría al día siguiente y no había tiempo que perder.

No podía creer lo que pasaba, él era el mejor oficial que yo conocía.

Habíamos sido amigos durante toda la vida. Cuando niños jugábamos en las polvorientas callejuelas de nuestra ciudad natal. En la adolescencia nos enganchamos en el ejército para impresionar a las jovencitas de nuestra edad. La realidad de la vida militar nos llevó lejos de nuestro pueblo y nos hizo aún más inseparables. Luego de servir un corto tiempo como reclutas, ambos fuimos elegidos para ser oficiales por nuestros méritos en combate.

Siempre hemos estado en guerra.

Fue entonces cuando él comenzó a destacarse: era un líder natural, el más letal usando las nuevas armas recién inventadas por los sabios del ejército, el mejor eligiendo las más convenientes formaciones para la batalla y el más condecorado oficial de nuestro regimiento. Con el tiempo, su habilidad para adivinar los movimientos del adversario le ayudó a conseguir victorias rápidas y aplastantes sobre nuestros enemigos, por lo que su tropa era conocida como La Fulminante. También era un perfecto estratega: con algunas diestras maniobras conquistó ciudades y territorios, expandiendo las fronteras y aumentando nuestras riquezas. Contaba con el favor del gobierno central y nadie se atrevía siquiera a dudar de su lealtad.

¡Cómo podría alguien creer que él, uno de los mejores oficiales de la república, se hubiera pasado al otro lado!. La sola idea era ridícula.

Cuando el frente se estancó nos asentamos a las afueras de la pequeña ciudad a orillas del río. Allí construimos un pequeño fuerte. Allí mismo recibimos la orden: los ictus, aquella murga indeseable, tenían que ser apresados y eliminados porque su pensamiento minaba las bases del estado.

En el ejército, a veces uno debe cumplir tareas desagradables; para mí, aquella era una de esas ocasiones. Todos sabíamos que el regente odiaba a la infame banda sólo porque esta no aceptaba sus designios ni su creencia.

La hermandad era extraña, aunque inofensiva: había algunos escasos adinerados e intelectuales; la mayoría eran sólo unos pobres y harapientos pacifistas que vivían en las calles, que se alimentaban con muy poco y que hablaban de paz y de amar al prójimo; solo eso, no hacían ningún daño. Apenas un reducido círculo era realmente peligroso.

Apresábamos grandes grupos en sus lugares secretos de reunión. Ni los viejos ni los jóvenes, ni los hombres ni las mujeres ni los niños se resistían. Se dejaban llevar como niños de la mano de sus padres, sin saber que en realidad iban al matadero. A algunos de nosotros casi nos costaba eliminarlos. Para otros, el exterminio se convirtió en una macabra diversión.

No supe cuándo, entre incursiones y matanzas, mi amigo se volvió sombrío y muy callado. Presentaba excusas para no participar en las redadas y durante las noches desaparecía del cuartel por largas horas. Hacía un par de noches que había sido sorprendido ayudando a unos niños a escapar de la carnicería. Ahora estaba preso esperando ser juzgado por el tribunal militar.

Cuando llegué a su celda, lo encontré calmado, como suelen estar los que conocen la paz verdadera que da la libertad. Le expliqué la situación y, luego de agradecérmelo, rechazó mi ayuda. ¡No podía creer lo que escuchaba!.

Cuando le pregunté qué le había pasado, me confesó abiertamente su crimen. Llevaba largo tiempo ayudándolos para que no fueran apresados por las tropas. Su justificación me pareció incoherente, me habló de un nuevo conocimiento del que yo nada sabía, de una nueva era que estaba comenzando, de sueños en los que hablaba con Dios, de actuar hoy mismo y otras necedades que no pude asimilar. ¡Hasta me hizo prometer que le ayudaría en su felonía!.

Volví al cuartel con tristeza. Alguna absurda razón le había hecho perder la cordura y por ella nos había traicionado a todos. Pensé que su extraña explicación era un invento para proteger algún secreto amor por una mujer de la hermandad.

En todo caso, ya no tenía importancia. No había nada que hacer.

Lloré.

El juicio terminó como era previsto y la sentencia fue ejecutada al amanecer del día siguiente. Tal como lo manda la ley.

Durante un tiempo vengué su muerte apresándolos. Asesiné a muchos más de los hermanos del pescado – se nos había hecho costumbre llamarlos de esa forma – como si su sangre pudiera devolverme a mi amigo.

Más de los nuestros fueron víctimas del embrujo que afectó a mi compañero y también castigados como traidores. Al final, sin que me diera cuenta del proceso, la verdad también me fue revelada. Fue tan absoluta, tan abrumadora y tan contundente que acabé traicionando a la patria.

Mañana, de acuerdo a la ley, el flagelo herirá mi carne, las pilum de los guardias traspasarán mi cuerpo y la gladius del verdugo cortará mi cuello. Como soy un oficial, seré ajusticiado frente a mi tropa; mi querida Legión tendrá que presenciarlo para que les sirva de ejemplo. El centurión más apto los forzará a ello y luego será nombrado su comandante. Diocleciano, el Emperador, perderá otro buen soldado a orillas del Éufrates y la ciudad de Melitene probará mi sangre.

Estoy tranquilo esperando mi muerte, me siento libre. Sé que con el tiempo los que sobrevivan harán que Roma entera conozca La Verdad y los que aceptamos la muerte por Cristo seremos honrados, como mi querido amigo Expedito y tantos otros que se fueron antes porque creyeron en Él.